El corazón de Chavela Vargas dejó de latir ayer, con la luz del Sol
Chavela Vargas durante una entrevista con La Jornada en Tepoztlán, el 22 de noviembre de 2007Foto Cristina Rodríguez
Blanche Petrich
Periódico La Jornada
Lunes 6 de agosto de 2012, p. a16
Lunes 6 de agosto de 2012, p. a16
El corazón de Chavela Vargas, cantante y
compositora de 93 años, dejó de latir ayer, con la luz del Sol, al
mediodía. El último trecho de su vida lo recorrió respirando
trabajosamente, con el deterioro general de su organismo y sin responder
a los tratamientos en neumología, cardiología y nefrología que le
fueron aplicados en terapia intensiva. El jueves habló de la muerte con
el médico que la atendió durante una década y que estuvo a su lado sus
últimos días. Solía hablar de la muerte con naturalidad, pero al doctor
José Manuel Núñez García le dijo algo que lo hizo salir pensativo de la
habitación que albergó a la intérprete de Macorina:
Sobre ese aspecto de la vida de la popular cantante, su cercanía con
las prácticas chamánicas de los huicholes, se conoce muy poco. Ella
misma, entrevistada en múltiples ocasiones, objeto de varios libros y
documentales biográficos y protagonista de todo tipo de leyendas sobre
su extraordinaria vida, lo callaba o lo insinuaba sin profundizar. Pero
nunca, en los últimos 10, tal vez 15 años, salió a un escenario sin
colgarse del cuello el medallón de chaquira que los chamanes wirárikas
de la sierra potosina le entregaron en una ceremonia de la cual hay muy
pocos testigos. Fue hace tres lustros, cuando mucho, cerca de Real del
Catorce, la tierra seca donde se da el peyote y donde –es la creencia–
tiene su morada el bisabuelo cola de venado. Ella, que tanto le cantó a
un dios con minúsculas, que alardeó su calidad de librepensadora, fue
ungida como chamana mayor.No voy a morir. Las chamanas no morimos, trascendemos.
Un medallón y todo su legado
El viernes, sacando fuerza de la debilidad extrema, le
pidió a María Cortina, su amiga y albacea, el medallón. Lo necesitaba
cerca.
También le pidió que a los jóvenes reporteros que hacían guardia
fuera del hospital de Cuernavaca, donde fue internada el 26 de julio en
estado grave, les compartiera toda la información sobre su gradual
camino hacia la muerte y no se les mantuviera en ascuas. Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas, dice la letra de una canción de César Isella, su predilecta; una canción que, decía Chavela, merecía por sí sola un premio Nobel. Al día siguiente puso el medallón y todo su legado en manos de María, coautora de su autobiografía, Las verdades de Chavela (editorial Océano).
Que les digas que los quiero mucho, que gracias de todo corazón.
Mientras estuvo en el hospital, escuchó con los ojos cerrados el latido de las cartas que diariamente le envió por correo el cineasta español Pedro Almodóvar. La última la rubricó con
el beso más grande del universo. Y eso, aunque el multipremiado Almodóvar está rodando un nuevo filme en España y que, cuentan, cuando empieza rodaje se desconecta del mundo.
Ayer por la mañana, cuando María Cortina entró a verla, dormía. Ya no despertó.
Se fue con mucha paz, dijo la amiga que sostuvo su mano hasta el final.
Bohemia radical
Murió a los 93 años la última sobreviviente de la época
de oro de la canción mexicana, la única intérprete que fue ovacionada en
el Carnegie Hall de Nueva York, en el Olympia de París, en el Palau de
Barcelona, en el Albéniz de Madrid y en el Luna Park de Buenos Aires
antes de que Bellas Artes le abriera sus puertas de cristal y bronce; la
nonagenaria de la voz cascada que hacía llorar a los jóvenes en sus
conciertos cantando boleros y rancheras de parranda y amor desdeñado de
los años 50.
Murió la amante de campesinas y princesas; la que sabía de armas y
caballos, endecasílabos y libertad; la amiga de presidentes y reyes, la
bohemia más ilustre de Garibaldi, la teporocha de Ahuacatlán, la que
huyó dos veces de su natal Costa Rica, primero a los 17 años, perseguida
por los prejuicios, y después a los 84 años, escapando del desamor de
su familia.Murió la señora Vargas, la primera mujer que condujo a toda velocidad por la avenida Reforma, en los años 40, un Alfa Romeo blanco, descapotable, para estrellarlo después. Y luego un Packard, negro o azul, no recuerda, regalo del presidente Miguel Alemán, para después dejarlo olvidado por el barrio de San Camilito, mientras a ella le amanecía en el Tenampa. Los mariachis la echarán de menos.
Se apagó –o quizá trascendió– la que
bebió todo lo bueno de la vida, tomó todo lo bueno del amor, vivió como si se viviera un día, cantó como cantan las ballenas en las aguas más profundas un mensaje, una canción de amor, según los versos que le dedicaron Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, estrellas –las tres– del café cabaret El Hábito en los años 80.
La irreverencia
Quiero morirme un martes, me dijo una tarde de confidencias, en junio de 2007, en Guadalajara, las dos sentadas junto a una fuente.
–Para no fregarle el fin de semana a nadie.
No le fregó el fin de semana a nadie. Pero murió en domingo, en una mañana luminosa.
Esto fue en una entrevista en la que dijo muchas cosas off the record. Me contó, entre otras, de su relación transgresora con Frida Kahlo en los años 30.
Pero eso no lo pongas, me dijo con las palabras más temidas por los periodistas. Acaté.
Así era. Dramatizaba, se ponía solemne y de un solo piquetazo de irreverencia reventaba la seriedad del asunto. Pero ese era el año del centenario de la pintora Kahlo, temporada de fridamanía, y muchas cosas salieron a la luz esos días. Entre otras, la emocionante carta de puño y letra de Frida a Carlos Pellicer, en la que refiere la intensa atracción sexual que sentía por Chavela Vargas, la joven medio cantante, medio vagabunda que ella y Diego Rivera habían acogido en su casa azul de Coyoacán. Perdí la exclusiva, ni modo.
Hace tres años se le metió en la cabeza grabar un disco más. Embarcó en el proyecto a Mary Farquharson y Eduardo Llerenas, de la disquera Corasón. Eligió a los músicos que quería que la acompañaran: Eugenia León la primerísima de la lista; Lila Downs, Jimena Giménez Cacho, Pink Martini, Joaquín Sabina, la Negra Chagra y su vecino Mario Ávila, con quien compuso Adónde te vas paloma durante las puestas de sol sobre el valle de Tepoztlán. Y desde luego a Juan Carlos El Che Allende y Miguel Peña, sus guitarristas, los Macorinos, los eternos acompañantes que le supieron leer la mente a la indómita intérprete que nunca dejó de improvisar en el escenario.
Ensayó, cantó desgarrada, grabó... y cuando el disco estaba
por salir, sufrió un infarto cerebral. Su sistema neurológico olvidó
cómo debía mover las piernas para caminar. Perdió el habla, la capacidad
de mantener erguida la cabeza, de alimentarse con sus propias manos.
Pero el día de la presentación de ¡Por mi culpa! quiso estar
presente en el Museo de Indianilla. Estuvo en el escenario. Algunos de
sus amigos en España tacharon su audacia como
Y después de eso regresó a la vida y volvió a estar en muchos escenarios más: el Esperanza Iris, el Diana de Guadalajara, el Auditorio Nacional, la Casa de España, Zócalo y, claro, en Bellas Artes, con un disco más. Incombustible Chavela.
Al día siguiente, Chavela lo copió. Ni ella ni nadie sabía entonces el secreto de José Alfredo, pero no era una canción al amor, sino a la muerte. Estaba deshauciado. Pronto moriría de cirroris hepática.
Paloma de los excesos, cantó Joaquín Sabina en honor de Chavela:
En alas de esa congruencia, quizá sea otro de sus grandes amigos, Álvaro Carrillo, el costeño de Oaxaca, a quien consideraba un poeta fino y discreto, quien interprete mejor su último deseo, en El andariego:
Fuente
patética. Se equivocaron.
Y después de eso regresó a la vida y volvió a estar en muchos escenarios más: el Esperanza Iris, el Diana de Guadalajara, el Auditorio Nacional, la Casa de España, Zócalo y, claro, en Bellas Artes, con un disco más. Incombustible Chavela.
El Chalchi
Los últimos años residió en la Quinta Monina, en las
orillas de Tepoztlán, un conjunto de búngalos de descanso: una
habitación, una estancia, cocina llena de luz, ella y su soledad. A
orillas de la quinta se levanta un cedro alto, como un alfiler que
apunta a la copa del Chalchitépetl, cerro sagrado. Cada vez que fui con
María Cortina a visitar a Chavela, aparecía en lo alto del cedro un
cardenal. Diminuto, su figura roja se recortaba nítida.
A los pies del Chalchi sucedieron momentos mágicos en el
entorno de Chavela. Cierto día insistió n hablar con jóvenes. Así nada
más, con jóvenes. Se organizó la tertulia con cecina, mezcal, guitarras.
Era temporada del florecimiento del guayacán rosa. Cineastas, músicos,
actores, estudiantes, ninis. Todos se echaron en el pasto, rodeando la
silla de ruedas de Chavela. Algunos echaron rollo, pero otros terminaron
por hablar con el corazón de sus dolores, sus miedos, sus esperanzas.
Pero sobre todo de sus desesperanzas. Y la cantante les dio un solo
consejo: Míralo, nunca falta a la cita. Yo hablo con él. Y era cierto. Nunca faltaba.
No crean en nadie más que en ustedes mismos.
Murámonos Federico
Me permito robar el título de la novela de un ilustre escritor tico, Joaquín Gutiérrez, para hablar de la pasión de otra tica, Chavela Vargas, por un andaluz de nombre Federico y apellido García Lorca, dijo la cantante en Bellas Artes, cuando presentó ahí su único disco que no trató de música ni canciones ni rancheras ni boleros, sino de poesía, La Luna grande, también de discos Corasón:
Adelante, Federico; yo voy atrás con mis plantas cansadas de tanto amar, de tanto soñar, de tanto abrir puertas y ver mariposas que se quedan dormidas en la puerta de mi choza.
De memoria
Tal era la cercanía entre la cantante nacida en la
provincia costarricense en 1919 y el poeta asesinado por una escuadra de
pistoleros de Francisco Franco en 1936, cerca de Granada (vidas que
nunca se cruzaron), que Chavela se jactaba –¿mito o verdad?, no importa–
de haber memorizado toda la poesía lorquiana. Y tanto el cariño, que
Laura García Lorca, sobrina del poeta, vino a México a acompañar la
presentación de La Luna grande y apostó por llevar a Chavela a
Madrid, a la Residencia de Estudiantes donde se alojó el granadino,
donde ofreció el último recital de su vida. La cómplice de parrandas de
José Alfredo Jiménez y Álvaro Carrillo se jugó su resto en ese viaje.
Fue en julio. Fue y volvió. Esa vez no le tocaba la de perder.
Decidle a todos que ha sido el ruiseñor, garganta rota y olvido, recita Vargas a Lorca.
Te dije adiós
En las charlas de Chavela el guanajuatense José Alfredo
Jiménez siempre iba y venía. Aparecía en su memoria como el vecino que
llega por una taza de azúcar. Que sí tal borrachera, que si tal otra. El
compositor mexicano, a quien Joaquín Sabina define como
Para Vargas, la obra más profunda de José Alfredo es Las ciudades, canción que dice: el hombre que mejor acompaña a llorar, marcó no sólo la obra y la discografía de Chavela Vargas, sino su corazón. Fue su hermano.
Te vi llegar y sentí la presencia de un ser desconocido; te vi llegar y sentí lo que nunca jamás había sentido. Se le ocurrió una mañana, después de toda una noche de juerga. Nadie tenía pluma. Alguien le prestó un lápiz labial. Lo escribió en el parabrisas de su coche.
Al día siguiente, Chavela lo copió. Ni ella ni nadie sabía entonces el secreto de José Alfredo, pero no era una canción al amor, sino a la muerte. Estaba deshauciado. Pronto moriría de cirroris hepática.
Te dije adiós, y pediste que nunca, que nunca te olvidara.
Paloma de los excesos, cantó Joaquín Sabina en honor de Chavela:
Se escapó de una noche de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en vela. Homosexual en los años más duros del machismo y los prejuicios, nunca ocultó su identidad. Almodóvar la considera
un modelo de autenticidad y de congruencia.
En alas de esa congruencia, quizá sea otro de sus grandes amigos, Álvaro Carrillo, el costeño de Oaxaca, a quien consideraba un poeta fino y discreto, quien interprete mejor su último deseo, en El andariego:
Y cuando yo me muera, ni luz ni llanto ni luto ni nada más, ahí junto a mi cruz, tan sólo quiero paz.
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