El negro historial de la represión en México (parte I: del movimiento del 68 al narconeoliberalismo)



Hacer un recuento de las vejaciones y la represión cometidas al pueblo de México en los últimos 50 años es abrir las puertas de un inmenso cementerio donde yacen olvidadas miles y miles de víctimas, cuyo único delito fue enfrentarse a las decisiones autoritarias y a las injusticias de su tiempo, exigiendo respeto a sus derechos y a sus libertades.
Con toda seguridad, si formáramos en línea recta el número de cenotafios acumulados en el negro historial de atrocidades, se podría cubrir la distancia de Mérida a Ensenada, de ida y vuelta, y sobrarían cruces. También, con la mayor de las certezas, se escribirían varios tomos de la aterradora estela de muerte y desolación registrada al paso de los sexenios, arrojando muchas explicaciones y reflexiones al grado de descomposición social y política a que ha llegado el país, donde lo mismo se asesinan a dirigentes sociales, líderes indígenas y agrarios que a periodistas, sin que las autoridades hagan algo por limpiar la ciénaga de podredumbre donde pervive la impunidad.
El exceso de violencia y corrupción es resultante del amancebamiento de un desgastado neoliberalismo con una cínica narcopolítica, y tiene sus antecedentes en las brutales represiones cometidas al amparo del poder.
El movimiento estudiantil de 1968 puede considerarse el punto de partida de un autoritarismo oficial que tomó cartas de naturalización en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Los cuerpos de cientos de estudiantes quedaron tendidos en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco aquel 2 de octubre de ese año, ante la presión internacional por ofrecer una nación, supuestamente, en paz ante la cercanía de la inauguración de los Juegos Olímpicos, verificada 10 días después de la tragedia. Las cárceles se llenaron de presos políticos, sentenciados bajo el delito de “disolución social”, pero hasta la fecha se desconoce el número de muertos y desaparecidos
Con la sospecha a cuestas y las manos manchadas de sangre, a Luis Echeverría Álvarez no le costó trabajo continuar en su sexenio con la cadena de sangrientas agresiones. Uno de los episodios más representativo fue el célebre “Halconazo”, ocurrido el 10 de junio de 1971, cuando una manifestación estudiantil fue disuelta a garrotazos y tiros por grupos paramilitares, apostados en la Calzada México-Tacuba. Aunque las autoridades hablaron de unos “cuantos muertos y heridos”, se estima que por lo menos un centenar de jóvenes perdieron la vida en el llamado “Jueves de Corpus”.
La década de 1970 fue conocida como la época de Guerra Sucia en que, mediante la fuerza policial y militar, el Estado se dio a la tarea no únicamente de combatir a los grupos guerrilleros sino reprimir a dirigentes sociales. A la fecha se cuentan por miles los desaparecidos en este periodo de opresión social.
Pero fue con la llegada al poder de los tecnócratas que la represión y la violencia en contra del pueblo de México enfilaron a una ruta de mayores y peligrosas proporciones. Millones de habitantes debieron empezar a prepararse a ser agredidos no sólo con los toletes sino con medidas económicas que mermaron sus salarios y el bienestar de sus familias.
El rumbo y la conducción del país empezaron a ser marcados por dos grupos diametralmente opuestos, pero igual de codiciosos: los organismos internacionales impusieron al neoliberalismo como doctrina económica y los nacientes y poderosos narcotraficantes empezaron a tomar su porción de impunidad y poder sembrando, con la anuencia de la tecnocracia, la semilla de la narcopolítica.
Fue así que la figura del capo violento, sanguinario y millonario apareció en el horizonte de la hasta entonces inalterable “paz social”, para incubar su brutal devastación que hoy tiene sumido en un baño de sangre a todo el país.
Muy pronto la corrupción se apropió de las esferas del poder, haciendo añicos la promesa del tecnócrata, Miguel de la Madrid, de iniciar la “renovación moral de la sociedad”. Funcionarios de alto nivel pactaron una redituable sociedad con los jefes de los cárteles que, como Rafael Caro Quintero, se dieron el lujo de cosechar en ranchos como El Búfalo, ubicado en el municipio de Jiménez, Chihuahua, más de 10 mil toneladas de mariguana.
La confabulación entre los capos y el gobierno llegó a tal grado que el gobierno estadunidense, tras una investigación de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, prácticamente obligó a las autoridades mexicanas a realizar un operativo en la propiedad donde se decomisaron en noviembre de 1984 unas 10 mil toneladas del enervante, valuadas en aquellos años en 8 mil millones de dólares. Como parte de las acciones fueron liberados más de 8 mil jornaleros que prácticamente trabajaban en calidad de esclavos. Y aunque existieron pruebas de que el entonces secretario de la Defensa, Juan Arévalo Gardoqui y otros secretarios de Estado estaban coludidos en la protección a la propiedad, nada se hizo por llevarlos a juicio. La impunidad también comenzó a echar raíces a la par del fortalecimiento de los cárteles.
El pasado 15 de mayo, cayó abatido en las calles de Culiacán, Sinaloa, el periodista Javier Valdez Cárdenas, cofundador del semanario Ríodoce, apareciendo la sombra del narco tras la autoría intelectual y material del crimen. Y precisamente fue en el sexenio de Miguel de la Madrid en que otro periodista, Manuel Buendía, fue acribillado en la Ciudad de México, el 30 de mayo de 1984, meses antes del decomiso en el rancho El Búfalo. El columnista de Excélsior fue el primero en colocar en la mirilla de la opinión pública los atisbos de la colusión entre políticos y narcotraficantes. Desde entonces, ni el Congreso ni los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación exigieron al Ejecutivo y a su gabinete castigar a los verdaderos culpables. Por la presión de las autoridades estadounidenses Caro Quintero fue enviado a prisión, pero ningún alto funcionario fue investigado.
Desde el año 2000 en que llegó al poder el panista Vicente Fox, a la fecha, los capos han asesinado a 61 periodistas y amenazado y golpeado a cientos más por todo el país, sin que los ahora evidenciados narcogobiernos hagan algo para castigar a los culpables.
La continuidad del proyecto neoliberal con la llegada de Carlos Salinas de Gortari, tras las convulsas elecciones de julio de 1988, no sólo consintió que los capos afianzaran sus territorios en diversos estados; además, permitió que otra mafia, la empresarial, iniciara una devastación y despojo de mayores dimensiones al entregarle a la carta y a precios de ganga las empresas públicas como Teléfonos de México devolviendo, de ribete, sus franquicias a los banqueros. En el salinato las vejaciones contra la nación escalaron al nivel de los despojos, al firmarse acuerdos como el TLC que entregaron las llaves de la soberanía a los capitales foráneos para iniciar el saqueo de las riquezas naturales y el desmantelamiento del sector energético. (Continuará)
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
[OPINIÓN]

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