Lo público y lo privado tenderán a desdibujarse dramáticamente: Yuri Tapia Ribas
La
pandemia acelerará la idea de mostrar constantemente nuestra vida
privada a través de los medios digitales, asegura Yuri Tapia Ribas:
“Nuestro próximo escenario entre lo privado y lo público será desde el
salón de casa”. Para Tapia Ribas, el mundo posCovid-19 será uno de mayor
distanciamiento corporal y de espacios públicos de mayor control y
vigilancia. “Sólo los que renuncien al espacio público, sólo los que
sepan hacer de su vida privada ese mismo espacio detrás de cualquier
dispositivo conectado a Internet sobrevivirán”.
¿Es sostenible eso que llamamos privacidad e intimidad en tiempos del Covid-19? Antes de responder preguntas, Yuri Tapia Ribas, filósofo mexicano-español y experto en la Edad Media, ofrece una advertencia: “Nuestro referente de lo real es demasiado voluble y poroso”. No existen definiciones petrificadas para conceptos sociales, aunque su observación permite trazar líneas sobre la manera como son percibidos. La normalidad poscoronavirus será una de mayor distanciamiento social y con espacios públicos de mayor control y vigilancia.
Tapia Ribas no tiene dudas: la pandemia de Covid-19 profundizará nuestra distancia corporal, como parte de un proceso que viene de lejos, y provocará que “nuestro próximo escenario entre lo privado y lo público” sea la sala de estar de nuestros domicilios. Afuera, dice este profesor en la maestría de Humanismo y Culturas en el Instituto Cultural Helénico, avanzaremos hacia espacios públicos que garanticen mayor sensación de seguridad y, al mismo tiempo, mayor control. “Sólo los que renuncien al espacio público, sólo los que sepan hacer de su vida privada ese mismo espacio detrás de cualquier dispositivo conectado a Internet sobrevivirán”.
El filósofo italiano Franco Bifo Berardi y el pensador español Rafael Argullol comparten conclusiones parecidas: las medidas de distanciamiento social nos encaminan hacia una “ritualidad gélida”, donde la relación con el cuerpo será mínima (Argullol) y en la que se producirá una deserotización de la relación social: “¿Cómo percibiremos el cuerpo del otro en la calle, en el café, en la cama cuando salgamos de la cuarentena?”, se pregunta Bifo.
“Es natural que notemos un secuestro de nuestra privacidad”, dice Tapia Ribas en entrevista. “El virus tiene una mecánica —como discurso, me refiero— llena de paralelismos: su aceleración y letalidad no sólo inciden sobre un cuerpo (un sistema inmunológico, un género, una edad o una determinada identidad medicalizada), lo han hecho también en el ejercicio político y lo hacen con el tejido económico. Sucederá esto mismo con nuestra concepción de los espacios público y privado, simplemente se acelerará un proceso inevitable”.
La pandemia ha puesto a prueba concepciones intrínsecas de la vida contemporánea. Desde fuera, los gobiernos y algunas iniciativas privadas se esfuerzan por diseñar métodos de seguimiento y localización (track and trace) de personas infectadas o sospechosas y de sus contactos interpersonales, como una manera de controlar la expansión de la enfermedad que —como consecuencia colateral— pueden restringir libertades y limitar derechos civiles. Desde dentro, en los hogares, las medidas para contener la expansión de la enfermedad han impuesto un confinamiento que a veces parece una lucha cuerpo a cuerpo frente a los otros habitantes del domicilio privado para mantener la individualidad y encontrar un espacio propio.
A los misántropos y aquellos con vocación ostracista, el confinamiento les ha permitido un espacio de alejamiento y reclusión individual sin tener que dar explicaciones, pero en términos generales las personas somos seres sociales dadas al relacionamiento con los otros, al contacto e incluso a la aglomeración, a la multitud.
En estas circunstancias, es difícil acoplar el futuro a la tradición: “La Ciudad de México es, ante todo, la demasiada gente”, decía Carlos Monsiváis en una expresión en la que cabe todo el país. El Informador de Guadalajara, por ejemplo, reportaba que, como consecuencia del relajamiento de las medidas de control en esa ciudad, sus habitantes habían salido de casa a recuperar el espacio urbano y parques y plazas públicas mostraban una afluencia discordante con los supuestos del eslogan gubernamental “Quédate en casa”.
Y mientras, en el interior de los domicilios, las condiciones de habitabilidad generalizadas (viviendas de pocos metros cuadrados en conjuntos habitacionales habitados por familias numerosas) ponen a prueba las posibilidades de desarrollo individual y de autodeterminación por la ausencia de un espacio propio. La privacidad y la intimidad, por donde se vean, gravitan en el centro de este contexto marcado por la pandemia de coronavirus.
“Miramos con curiosidad esa especie de pornografía de la vida privada que ha pasado con el confinamiento (presentadores de TV desde casa, en su casa) y miramos con miedo el fenómeno de que esa vida privada sea pública, ya que eso significa que es de lo público de lo que realmente se nos está privando”, dice Yuri Tapia Ribas, doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y quien ahora investiga la herencia medieval en México. En 2019, Tapia Ribas impartió en el Instituto Cultural Helénico un curso sobre la historia de la vida privada. Esta es la entrevista que me dio hace unos días para hablar sobre privacidad e intimidad en tiempos del Covid-19.
—¿Consideras que este confinamiento, este encierro obligado como medida de control de la pandemia, modificará nuestra percepción sobre la privacidad y la intimidad, la robustecerá, la dejará igual?
—Las consecuencias sobre nuestra percepción de lo privado y lo público después del confinamiento serán globales. Nos obligarán sin duda alguna a cambiar, como sucedió con el sida o los atentados del 11-S. Nuestro referente de lo real es demasiado voluble y poroso.
Hace muchos años ya que el modelo de “enemigo invisible”, “muerte 0” o “guerra limpia” conviven con nosotros. En este sentido lo único que puede evitar un olvido rápido y generalizado de la situación de confinamiento es su permanencia, y están cerca de lograrla.
El discurso que avala el confinamiento, la distancia social, la nueva normalidad, etcétera, tiene su fin en un ideal de inmunidad (una vacuna, inmunidad de grupo, convivencia con los ciclos virales) y la clave está en la institución que sea capaz de gubernamentalizar esta situación (los modelos de Estado-nación clásico han sido muy débiles y torpes). Ésta será la que marque la pauta de una nueva sensibilidad de lo público y lo privado.
Por ejemplo, después de la “peste negra” que azotó a Europa desde 1348 a 1400, no sólo se debilitó el sistema feudal, sino que la gente dejó de bañarse. Nos sorprende saber que antes de este acontecimiento, durante toda la Edad Media, había baños mixtos al estilo romano, y se veía desnuda o semidesnuda a una buena cantidad de gente en la calle cuando acudía a ellos. Luego, un panorama totalmente distinto: veremos a gente lavando frenéticamente su camisa en un río para librarse de los terribles piojos.
Nuestro proceso de civilidad occidental, como ya lo dejó escrito Norbert Elias, supone un alejamiento mayor de nuestro cuerpo y el de los otros: nuestro umbral de la agresión física, el aumento de la distancia, la reducción de los grupos sociales… nuestro próximo escenario entre lo privado y lo público será desde el salón de casa. El espacio propiamente público, la calle, eso es lo que está en juego: todo serán parques, centros comerciales, espacios de control en los que sentirse seguro. Es decir, se acelerará un proceso que viene de lejos.
Desde luego es natural que notemos un secuestro de nuestra privacidad. El virus tiene una mecánica —como discurso, me refiero— llena de paralelismos: su aceleración y letalidad no sólo inciden sobre un cuerpo (un sistema inmunológico, un género, una edad o una determinada identidad medicalizada), lo han hecho también en el ejercicio político y lo hacen con el tejido económico. Sucederá esto mismo con nuestra concepción de los espacios público y privado, simplemente se acelerará un proceso inevitable.
La idea de privacidad es inglesa, un producto de clase social. Los hombres, históricamente, tenían muy poco de lo que hoy llamaríamos privado, rara vez estaban solos y esto, además, no era algo deseable. Hay que esperar al siglo XVII para ver los primeros diarios íntimos, hay que esperar después de la Segunda Guerra Mundial para que la mayoría de familias dispongan de espacios propios donde dormir. Hasta hace pocos años, la idea de vida privada parecía algo que constreñía, nos individualizaba en exceso, creaba gente mayor que moría sola, en silencio. La muerte, un ritual público, con plañideras pagadas incluso, se había encerrado, silenciado, privatizado. Hoy vemos como un peligro perder esa fuerza de clase porque sería perder nuestro estatus, nuestro american dream. Por eso miramos con curiosidad esa especie de pornografía de la vida privada que ha pasado con el confinamiento (presentadores de TV desde casa, en su casa) y miramos con miedo el fenómeno de que esa vida privada sea pública, ya que eso significa que es de lo público de lo que realmente se nos está privando.
—¿Estamos en un punto de quiebre en la exhibición de nuestra vida privada? ¿Cruzamos una línea invisible, una frontera que no tendrá retorno?
—La línea es invisible y la estamos cruzando aceleradamente, pero ese es nuestro estilo cultural, de consumo. Deberíamos preguntarnos qué tienen realmente de nuevo las nuevas tecnologías, las redes sociales. En muy poco tiempo hemos trasladado cuestiones del ámbito privado, aunque las consideremos frívolas, al ámbito público. Hace 25 o 30 años nuestra idea de publicar estaba rodeada por una solemnidad que hoy ha quedado relegada a ámbitos más específicos. Hoy se nos insta constantemente a mostrar nuestra privacidad, esto, la pandemia, sólo lo acelerará.
El verdadero problema consiste en desapropiarnos del espacio público (donde por otro lado la vida privada se construye) y aunque es un tema ampliamente denunciado (ahora pienso en Sloterdijk, en Agamben) no deja de ser preocupante. Antes luchábamos para que ni la religión, ni la cultura hegemónica, ni las clases sociales, ni el psicoanálisis ni la psiquiatría nos alienaran en nuestro ámbito privado. Hoy, esa victoria se nos gira en contra, en detrimento de nuestro control sobre lo público, lo político. De hecho, ya hoy nos consta la mansedumbre con la que han respondido los ciudadanos ante incluso la idea de quedarse literalmente sin nada: no sabemos nada de lo público, sólo de nosotros, de nuestra privacidad (aumentada desde el balcón, con los vecinos, desde el encierro).
—¿Crees que habrá cambios en las formas en que protegemos los detalles de nuestra vida privada?
—Habrá cambios, de eso no cabe duda. El problema está en el modo en el que esos cambios deben producirse. Somos débiles e inoperantes más allá del espacio virtual, este espacio, el verdadero espacio social que vendrá ahora, además oculta una realidad un tanto siniestra, la de un darwinismo sociovirtual. Sólo los que renuncien al espacio público, sólo los que sepan hacer de su vida privada ese mismo espacio detrás de cualquier dispositivo conectado a Internet sobrevivirán: y esto pasará con individuos, sociedades e instituciones. La nueva normalidad no es una fase intermedia para regresar a la normalidad, es el anuncio de un mundo donde lo público y lo privado tenderán a desdibujarse dramáticamente. Eso sí, nuestras estructuras sociales fundamentales, como desde Sumeria, no cambiarán en lo esencial.
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