Los costos de la integración de México a EU

Soledad Loaeza
La firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos en 1992, vigente a partir de 1994, desde sus inicios desbordó el ámbito de lo puramente comercial, pues se fundaba en el reconocimiento no explícito de un amplio proceso de integración de México a la superpotencia, que estaba en marcha desde los años 80. La demografía, las finanzas, la seguridad de ambos países, estaban ya estrechamente vinculadas, y por esa misma razón lo estaban las áreas de decisión gubernamental relativas a esos temas. No obstante, nuestro margen de maniobra se ha reducido –como ocurre siempre cuando se establece una asociación– mucho más que el estadunidense, en vista de la debilidad de México frente a Estados Unidos.

No creo que se pueda hablar de una política específica en el origen de la integración; más bien la intención del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) era introducir cierto orden en intercambios comerciales que ya estaban ocurriendo entre México y Estados Unidos, producto, en primer lugar, de la geografía. Más allá de la retórica, ni siquiera se esperaba que aumentara el comercio entre los dos países. No obstante, el acuerdo se convirtió en el referente central para la construcción de una nueva relación bilateral, en la piedra de toque de una política de largo plazo, véase, de una política de Estado.

La contribución mexicana a la formación de la nueva relación bilateral ha sido mucho mayor que la de su contraparte, pues mientras los estadunidenses siguen comportándose con nosotros como lo han hecho siempre, tratando de imponerse por las buenas o por las malas, nuestros gobiernos –en particular los últimos tres– ya ni siquiera trataron de resistir las imposiciones, sino que las solicitaron, como en términos prácticos ocurrió con la extranjerización bancaria, y como puede ocurrir con la aviación.

Hemos entendido la integración como rendición incondicional, aunque son muchos los ejemplos de que esas nociones no significan necesariamente lo mismo. La hemos vivido como un destino fatal y no como el resultado de una decisión ponderada. Peor aún, la integración no ha resuelto las ambigüedades que plagan la relación bilateral, las ha acentuado: si ya estamos francamente integrados a la economía estadunidense en calidad de socios menores, ¿no tendría que prevalecer un espíritu de cooperación que alcanzara a la opinión pública de ambos países? Sin embargo, como bien lo ha demostrado el estado de Arizona, para muchos el conflicto es insuperable. Hoy son los indocumentados. Mañana será algo más. Las tensiones recientes entre ambos países son prueba de la ingenuidad de quienes creyeron, o creen, que la integración eliminaría los problemas en la relación bilateral.

A casi dos décadas de distancia podemos evaluar el impacto de la política de integración sobre nuestra capacidad de decisión autónoma. Por razones casi obvias, se ha visto disminuida, pero es alarmante que la política de integración haya asfixiado la imaginación de los funcionarios del gobierno que, en lugar de buscar soluciones propias dentro de los límites de la nueva realidad, simplemente se someten a ella como si se tratara de un catecismo del que nada hay que entender, porque nada se puede modificar. Podemos ilustrar esta actitud con la reacción del gobierno a la crisis financiera de 2008, cuando nos sentamos a esperar que la solución viniera de Estados Unidos, además porque el presente gobierno se aferra a un antiestatismo que es hoy trasnochado. La política de gasto público que tantos sacrificios impone a la inversión o a los servicios públicos es un ejemplo de falta de creatividad.

No estoy segura de que la integración de México a Estados Unidos haya sido sólo el resultado deseado de las decisiones perversas de gobiernos desleales. Puedo pensar que la integración es el destino fatal de un país débil frente a un vecino inmediato mucho más poderoso, que es como un imán irresistible. México comparte esa condición geográfica, desde luego, con Canadá, pero Alemania también es un vecino muy pesado para los daneses, o Rusia lo es para Finlandia, como lo fue la Unión Soviética. En ninguno de estos casos la pasividad ha sido la respuesta a las presiones que se derivan de la contigüidad territorial. De ahí que la integración no se viva como un destino providencial, sino como una decisión cuyas consecuencias se pueden ajustar al interés nacional.

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