El sexenio fúnebre

Galván, Calderón y Saynez. Espectáculo militar en el Zócalo. Foto: Miguel Dimayuga
Galván, Calderón y Saynez. Espectáculo militar en el Zócalo.
Foto: Miguel Dimayuga
 
MÉXICO, D.F. (apro).- El próximo 1 de diciembre, el gobierno de Felipe Calderón concluirá su sexenio con cerca de 60 mil muertos, producto de la guerra contra el narcotráfico que declaró en los albores de su administración.

Esa será, aunque no lo quiera, su carta de presentación cuando vaya errando por el mundo en busca de un lugar, porque en México no habrá de quedarse.
Durante estos seis años, Calderón mantuvo siempre una sonrisa burlona que no borró, pese a que todos los días de su gobierno hubo un muerto, un desaparecido o una víctima de la violencia que, de manera incontenible, creció como espiral, con rachas que alcanzaron más de 30, 40 o más asesinatos en un solo día.
El panista destacó por su actitud de soberbia y, durante todo su sexenio, le hizo falta sensibilidad para escuchar y atender a miles de familias que agotaron todas las instancias pidiendo justicia.

En este periodo de la vida del país, el presidente nunca cedió en su posición despótica de gobernar, poniendo en puestos claves a sus amigos, siempre menores que él, para no hacerle sombra.
En fin, Calderón nunca se transformó en jefe de Estado. Tuvo su nivel máximo de desarrollo cuando fungió como coordinador del Partido Acción Nacional en la Cámara de Diputados, donde aprendió a negociar con líderes sindicales, gobernadores, dirigentes partidistas, empresarios y representantes de otros poderes fácticos a los que no tocó en su gobierno.

El desdén por la sociedad del segundo y último presidente panista fue más que evidente. Cuando asesinaron a los jóvenes en Villas de Salvárcar, Chihuahua, lo primero que dijo es que eran pandilleros, y en el caso de doña Ernestina Ascencio, antes de que concluyeran las indagaciones aseguró que había fallecido de “gastritis crónica”, desdeñando las pesquisas que apuntaban a una violación por parte de soldados.
Bajo su égida, la seguridad pública y la justicia estuvieron supeditadas a la protección de sus funcionarios, como Genaro García Luna, o a la omisión de las autoridades municipales y estatales, que nunca tocó, creando con ello un ambiente de impunidad que alcanzó 98% de los casos remitidos ante los tribunales penales, pues sólo 2% de los detenidos recibieron sentencia.

Uno de los casos de mayor impunidad, que trató con la punta del pie, fue el de los miles de familiares de muertos y desaparecidos que le demandaron justicia. En uno de los encuentros en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, Nepomuceno Moreno, sonorense de 64 años a quien le desaparecieron un hijo, le pidió ayuda. Meses después fue asesinado en pleno centro de Hermosillo.

Ante las víctimas, el panista se comprometió a impartir justicia, pero con el paso de los días respondió con remedos, creando la Procuraduría de Atención de Víctimas, sin presupuesto y sin una estructura material y humana. Propuso una ley en la materia que nunca fue consultada con las familias afectadas y en la que no se reconoce a las víctimas de la violencia. Y, en el colmo de la soberbia, impuso su voluntad para construir un memorial en las instalaciones militares, insultando con ello la memoria de quienes precisamente murieron por el abuso de los soldados y policías coludidos con el crimen organizado.

Otro desdén de arrogancia fue el que hizo ante la demanda de aparición de Edmundo Reyes Amaya y de Gabriel Alberto Cruz Sánchez, desaparecidos en 2007 en Oaxaca. Los dos cuadros políticos del Ejército Popular Revolucionario (EPR) fueron presa de desaparición forzada por parte de la policía del estado gobernado entonces por Ulises Ruiz, quien los entregó al Ejército.

A pesar de que durante cuatro años la Comisión de Mediación (Comed) pidió a la Secretaría de Gobernación indagar sobre el paradero de los dos guerrilleros, nunca se atendió el llamado.
Mediante una carta pública, dicha instancia anunció esta semana su disolución, al advertir que en el gobierno federal nunca hubo voluntad de resolver el caso, sino que se crearon muchos obstáculos y se eliminaron pruebas.

Calderón ya prepara sus maletas. En Los Pinos están esculpiendo su figura, que habrá de erigirse en el Paseo de los Presidentes, ubicado en los jardines de la residencia oficial.

Hasta ahora se sabe que piensa radicar en Texas y dar clases en la universidad de ese estado, pero ya hay protestas de organizaciones sociales y de estudiantes que repudian su presencia.

Durante estos seis años el panista ha dicho a sus críticos que preferiría pelear hasta con piedras contra el crimen organizado a no hacer nada. Pero Calderón se equivoca, porque la crítica no ha sido en ese sentido, sino por la falta de una estrategia integral que atienda, al mismo tiempo, la seguridad, la salud, la educación, la justicia y, sobre todo, la corrupción.

El gobierno de Calderón, próximo a concluir, será un gobierno fúnebre. Será el sexenio de la muerte, la impunidad y la corrupción, y uno de los periodos más violentos y tristes de México en muchos años, con una herida social que tardará varias generaciones en cerrar.

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