La contrarreforma laboral o el retorno a las cavernas del capitalismo salvaje
CONTRALÍNEA
Marcos Chávez
Marcos Chávez
El obrero deberá conquistar un día la supremacía política para
asentar la nueva organización del trabajo; deberá dar al traste con la
vieja política que sostienen las viejas instituciones, so pena, como los
antiguos cristianos –que despreciaron y rechazaron la política– de no
ver jamás su reino de este mundo. Sabemos que hay que tener en cuenta
las instituciones (…) en [las] que los trabajadores pueden llegar a su
objetivo por medios pacíficos. Si bien esto es cierto, debemos reconocer
también que (…) será la fuerza la que deberá servir de palanca de
nuestras revoluciones; es a la fuerza a la que habrá que recurrir por
algún tiempo a fin de establecer el reino del trabajo
Carlos Marx, discurso pronunciado en Ámsterdam el 8 de septiembre de 1872
El 4 de marzo de 1933, en su discurso de toma de posesión de la
presidencia estadunidense, ante una población brutalmente golpeada por
el colapso del “libre mercado” decimonónico, que arrojó a millones de
personas al desempleo y al infierno de la miseria, Franklin D Roosevelt
pronunció una de sus famosas expresiones: “Déjenme afirmar mi firme
creencia que a lo único que hay que temer es al propio temor”,
resonancias de las palabras del griego Epicteto de Frigia, (55-135), el
filósofo griego estoico que algún tiempo fue esclavo en Roma: “No hay
que tener miedo de la pobreza ni del destierro, ni de la cárcel, ni de
la muerte. De lo que hay que tener miedo es del propio miedo”. Epicteto
dijo también: “¿Quieres dejar de pertenecer al número de los esclavos?
Rompe tus cadenas y desecha de ti todo temor y todo despecho”. Roosevelt
inicia el “nuevo trato” (new deal): la intervención activa del
Estado y la regulación de la economía, el uso del gasto público para
reducir el desempleo y superar la Gran Depresión. En 1937 lo visitaron
varias organizaciones sociales y sindicales para apoyar su “nuevo trato”
y sugerirle que aplique algunas medidas progresistas. Roosevelt les
dijo: “Ahora salgan a las calles y háganme hacerlo”. Lo hicieron. Se
realizaron 4 mil 740 huelgas, con una duración media de 20 días. Y el
Ejecutivo reforzó el Estado de bienestar y las leyes del empleo y la
seguridad social, las bases de su legitimidad política.
Era otra época. Ahora es la del capitalismo salvaje que nos lleva al retorno de su primitiva caverna, a su origen despiadado.
En 2000, el pueblo de Cochabamba, Bolivia, ganó la guerra del agua a
la empresa Bechtel (que quería cobrar hasta la de la lluvia), al
criminal dictador Hugo Banzer, al Banco Mundial y sus contrarreformas
neoliberales, entre ellas la laboral y la privatización de los servicios
públicos. El costo fue de seis muertos, 175 heridos y un niño cegado
por los gases lacrimógenos. Los congresistas locales huyeron como ratas
y el gobernador local tuvo que renunciar. Óscar Oliva, uno de los
líderes, dijo: “Si queremos un mundo más justo, más participativo,
tenemos que salir afuera y obligarlos a hacerlo”.
Para utilizar las palabras del cineasta Michael Moore: las
contrarreformas equivalen al “hombre rico que te vende la cuerda para
ahorcarles porque con ella van a hacer dinero”.
Cerradas todas las puertas institucionales, pacíficas y democráticas, no le dejan a la población otra opción que comprarles la cuerda.
Ésa será la única alternativa que tendrán los trabajadores mexicanos
para enfrentar la contrarreforma neoliberal del trabajo que impondrá un
golpista que aún no se va y otro usurpador que todavía no llega; la cabeza de playa de los nuevos sepultureros
del Congreso del Partido Revolucionario Institucional-Partido Acción
Nacional-Partido Verde Ecologista de México-Partido Nueva Alianza, que
tempranamente, a golpes de hacha, destruirán los derechos laborales constitucionales y los compromisos internacionales, y labrarán el ataúd de los asalariados… Y los oligárquicos hombres de presa que, a través de la Confederación Patronal de la República Mexicana, elaboraron la contrarreforma, como un traje a la medida para los inminentes muertos, y la cuerda para los asalariados, en nombre de la “productividad”, la “competitividad” y la maximización de sus ganancias.
Al defender sus intereses, como escribió Carlos Marx, “los obreros
no [harán] más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con
su raza. Ellos únicamente [pueden poner] límites a las usurpaciones
tiránicas del capital [que los reducirá a una condición peor] que [a]
una bestia de carga, [a] una simple máquina para producir riqueza ajena.
Toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si
no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin
miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más
baja degradación”.
Los cambios a las leyes del trabajo que se impondrán en México y
que se aplican a escala global no son “reforma”, si lo fuera, sus
prioridades serían algunas como éstas:
1) Elevar anualmente los salarios por arriba de la inflación. Si
ambos suben 4 por ciento cada año entre 2013-2018, los mínimos
mantendrán el 77 por ciento de su poder de compra perdido y los
contractuales más de 50 ciento, niveles similares al registrado a
mediados del siglo XX, convirtiéndolos en los peores pagados del mundo.
Si éstos se elevan 10 por ciento cada año, recuperarían cerca de la
mitad de su capacidad adquisitiva. En 2012 el mínimo medio es de 60.5
pesos diarios y debería ser del orden de 180 pesos sin tal retroceso. De
mantenerse el control salarial, en 2018 será de casi 77 pesos. Sin
dicha pérdida sería de casi 200 pesos. Si aumenta 10 por ciento se
ubicará en 107 pesos. Es decir, se recuperaría cerca de la mitad, aun
cuando no alcanzaría para cubrir los satisfactores básicos. Sin embargo,
mostraría la voluntad por mejorar las condiciones de vida de las
mayorías, con una ventaja adicional: ampliaría la demanda, la
producción, la inversión, el crecimiento y los ingresos fiscales, según
Keynes. Sólo se requiere convencer a quienes impusieron a Enrique Peña
en el gobierno, la oligarquía, para que sacrifiquen una parte marginal
de sus ganancias que se compensarían con las mayores ventas, y que no
traten de recuperarlas con el alza de precios. De paso, Enrique Peña
ganaría un destello de legitimidad que no pudo obtener mediante las
urnas.
2) Restaurar las leyes laborales violadas sistemáticamente por los
empresarios y el propio gobierno: la estabilidad con los contratos
permanentes, el pago de las prestaciones sociales y la seguridad
laboral, el respeto de las jornadas y los horarios de trabajo, la
antigüedad, entre otras. Esto implicaría otorgarle los servicios de
salud a 31 millones de ocupados, el 64 por ciento del total, que carecen
de ellos. Pagarle las prestaciones a 15 millones de asalariados, el 47
por ciento del total, que no reciben nada, y darle un contrato fijo a
los 18 millones, el 57 por ciento, que no lo tienen.
3) Respetar y democratizar a los sindicatos y la contratación
colectiva, con un gobierno verdaderamente árbitro. Ello implicaría
acabar con los sindicatos blancos y los charros, reducir
la subcontratación al mínimo necesario, desaparecer las juntas
arbitrarias y dejar de reprimir a esos organismos y los trabajadores.
4) Diseñar una política económica anticíclica y de desarrollo que
promueva el crecimiento sostenido a largo plazo, el empleo estable, los
salarios dignos y el bienestar; lo que supondría, además, replantear las
bases de la acumulación de capital neoliberal y las formas de
participación en el mercado mundial. Se requiere un crecimiento real
anual mayor a 6 por ciento para crear los 1.3 millones de empleos
requeridos, además de abatir el desempleo (2.5 millones), el subempleo
(4.3 millones), a las personas que dejaron de buscar empleo (6.1
millones), la informalidad (14.2 millones) y las migraciones (500 mil),
que suman 28 millones, el 57 por ciento de los ocupados (48 millones);
mejorar los servicios sociales y estatizar los fondos de pensión, ya que
al menos la mitad de los cotizantes no alcanzarán una jubilación ni
aportará los recursos necesarios para evitar un final miserable.
Una reforma laboral progresista es un componente de la justicia
social exigida por 58 millones de personas, el 51 por ciento de la
población, que sobrevive en la pobreza según el Consejo Nacional de
Evaluación de la Política del Desarrollo Social. Ésta ayudaría a reducir
la delincuencia.
Pero lo que se impondrá es un atraco estructural, como dijo
Porfirio Muñoz Ledo. Una contrarreforma neoliberal, anticonstitucional,
que consolidará la inestabilidad y la inseguridad en el empleo. Su
esencia es bestialmente sencilla: legalizar la destrucción de las
conquistas laborales ganadas por la lucha obrera, consagradas por el
Artículo 123 constitucional y las leyes secundarias, constantemente
pisoteadas por los gobiernos del Partido Revolucionario
Institucional-Partido Acción Nacional y los patrones, que precariamente
mediaban las relaciones productivas entre el trabajo asalariado y el
capital. Esto, para someter completamente a los trabajadores a la
tiranía empresarial. Destruir los contratos colectivos. Acabar con los
sindicatos indóciles y sustituirlos por otros elegidos y sometidos al
capitalista, o por los corporativos. Robustecer la subcontratación sin
compromisos, sin prestaciones sociales y sin seguridad, salvo el pago
salarial, lo que implica homologar a las condiciones laborales hacia abajo,
en las peores condiciones. Determinar arbitrariamente las jornadas de
trabajo, las horas y los días para ahorrarse los pagos extras. Abrir los
contratos por hora (7.56 pesos) para acabar con la permanencia y la
estabilidad. Reducir el costo de los juicios laborales (salarios caídos)
y los despidos (compensaciones), que abaratará arrojar a la calle a los
trabajadores antiguos. Lo anterior implicará la caída de los salarios
nominales y reales ante la ausencia o el control de las organizaciones
de los trabajadores y el miedo al despido, y la crisis financiera
terminal de los servicios de salud ante la pérdida de las aportaciones y
que facilitará en su conversión en el seguro “popular” universal.
Profundizar los retrocesos estructurales de la contrarrevolución
neoliberal.
Será el nuevo trato del empleo indigno. Del asalariado
legalmente indefenso, sometido, “flexible”, precario, miserable,
degradado a simple “bestia de carga”, a “máquina” productora de capital y
máxima ganancia, desechable.
Con su elefantuno tacto, el Chicago Boy Agustín
Carstens desnudó la esencia de la contrarreforma: la “competitividad”
exige “la flexibilización de contratación, la flexibilización para
despedir trabajadores, sin que sea tan costoso para la empresas”. Es el
gobierno para una minoría contra las mayorías. Su desvergonzado cinismo
irritó a sus promotores, entre ellos al plurinominal coordinador de los
diputados priístas, el sonorense Manlio Fabio Beltrones, que buscan
vender la contrarreforma envuelta en “bondadosas” mentiras: que generará
más crecimiento, más empleos dignos, mejores salarios, más bienestar.
En 1996, Carlos Menem impuso en Argentina el mismo “atraco”, con
las mismas justificaciones y la compra de legisladores que hoy en día
son procesados. Hasta el colapso de 2001-2002, la economía no creció. El
desempleo medio fue de 16 por ciento, casi 300 por ciento más que en
1980-1989. El salario mínimo y medio reales cayeron 18 y 19 por ciento.
Aumentó la miseria. En un informe confidencial, el Banco Mundial
aceptaba que la “flexibilidad” provocaría la caída general de salarios y
la quiebra de la tradicional estructura sindical. El entonces ministro
del Trabajo, Armando Caro, señaló que se esperaba “una reducción en los
costos laborales del 10 por ciento” y el alza “en el empleo en un 5 por
ciento”. Nada dijo de los salarios (Clarín, Buenos Aires, 30 de septiembre de 1996).
Argentina repitió la misma historia de la dictadura pinochetista –la partera de la contrarreforma diseñada por los Chicago Boys
e impuesta globalmente por el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional– que sometió a los sindicatos a sangre y fuego. La
“flexibilidad” en la eurozona sigue el mismo destino.
Beltrones, de irritante voz atildada, modosita, simboliza otros rasgos del sistema político:
a) El envilecimiento de los congresistas plurinominales que no
representan ni rinden cuentas a nadie, más que a sus ambiciones
personales y a los de la tribu, la elite y la clase social que
representan. Encarnan el reino de la impunidad.
b) La miseria de un sistema político corrompido, mafioso, que ya no
responde al mandato delegado por la población. Que sólo puede
sostenerse en el poder e imponer sus medidas antisociales con el
golpismo, el deportismo, los sables.
La mentirosa contrarreforma significa la destrucción de las
conquistas ganadas con las huelgas, los muertos y la sangre de los
trabajadores de Cananea, Sonora, la “cuna de la Revolución” (¿es la
traición o la revancha de los Beltrones?), Río Blanco (Veracruz), la
Revolución Mexicana. Es el retroceso de más de un siglo. Es el retorno
al primitivo capitalismo porfirista. A escala mundial, es la
demolición de los derechos que empezaron a ganar los trabajadores y sus
sindicatos desde principios del siglo XIX.
Escribió Marx: “La tendencia general de la producción capitalista
no es a elevar el promedio estándar del salario, sino a reducirlo”. Los
menores costos del trabajo implican una mayor tasa de explotación y de
ganancia, a costa de la miseria de las mayorías, de su rencor y el
riesgo del estallido”.
*Economista
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