¿Civilidad ante la burla electoral?
Está plenamente documentado cómo fue burlada la voluntad de los votantes en los comicios de 1988, de 2006 y en los de este año.
Revista EMET
La civilidad de las relaciones sociales no
es resultado de acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas, sino
de equilibrios básicos entre los grupos que conforman una sociedad. Así
ha sido a partir de que los países fueron dejando atrás las formas de
gobierno de tipo monárquico para abrir paso a la democracia, aunque
inicialmente de una manera muy esquemática, sin los rasgos que más
caracterizan este sistema de gobierno: división de poderes, elecciones
periódicas, instituciones al servicio de la sociedad.
De ahí que llame la atención el exhorto de Manlio Fabio Beltrones, a iniciar el primero de diciembre un periodo de civilidad, en el marco de la toma de protesta de Enrique Peña Nieto como presidente de México. Dijo que “conviene a todos que el periodo de gobierno comience como es debido y espera la ciudadanía”.
Lo que en verdad convendría, desde cualquier punto de vista, es que la civilidad comenzara en el mismo proceso electoral, no ya después de que se burló la voluntad del pueblo, como es ya costumbre en nuestro país. Sin elecciones limpias, creíbles y transparentes, exentas de dudas y plagadas de artimañas, no es pertinente hablar de civilidad. No se tiene autoridad moral para hacer tal llamamiento, cuando el proceso electoral no reunió condiciones mínimas de credibilidad y legalidad.
Afirmó Beltrones: “Adquirimos una responsabilidad constitucional y cívica que habremos de cumplir en la ceremonia solemne de transmisión de gobierno”. La responsabilidad se debería adquirir con el pueblo durante los procesos electorales, conforme al postulado constitucional, no con un grupo de interés desvinculado por completo de las responsabilidades fundamentales emanadas de un régimen democrático. La civilidad se pone en tela de juicio cuando se usa la fuerza del Estado para contravenir y forzar la voluntad popular, como así ha sucedido ostensiblemente en tres elecciones federales.
Está plenamente documentado cómo fue burlada la voluntad de los votantes en los comicios de 1988, de 2006 y en los de este año. En cada uno, la civilidad pasó a segundo plano, en la que se suponía era ya una democracia representativa consolidada. Lo que quedó muy claro fue que setenta años de partido único y hegemónico habían mellado el sistema democrático. Pero también se vio que sin una reforma del Estado que vaya al fondo de las causas y efectos de los fenómenos políticos, es impensable avanzar hacia una verdadera transición que deje atrás todos los obstáculos que frenan un cambio progresista de régimen.
Es muy cómodo hablar de civilidad cuando ya se fortalecieron intereses de grupo, cuando ya se instaló un “gobierno” logrado a base de triquiñuelas, de compra de votos, de uso discrecional de recursos no del todo claros, como así fue en los comicios de julio. Lo que se logró, así hay que decirlo, fue un “avance” más “civilizado” de los mecanismos ilegales para “ganar” el proceso electivo, en comparación con los de 1988 y de 2006. Sin embargo, la capacidad y astucia para cometer un fraude con las menores huellas posibles no es sinónimo de civilidad.
En México estamos muy lejos de la verdadera civilidad, como lo estamos de una verdadera democracia. Con todo, siempre ha sido característica de los grupos en el poder auto designarse como portadores de progreso, aunque en los hechos se opongan precisamente a cualquier avance progresista.
En los últimos doce años, en muchos sentidos caminamos en reversa, pues de la derecha laica pasamos a la ultraderecha clerical, más perversa como lo demuestra el desprecio a la vida que caracterizó al “gobierno” de Felipe Calderón. Aunque es tal la ceguera, o fariseísmo de los panistas en el poder, que hasta consideran haber hecho un mejor trabajo que el realizado por los priístas en siete décadas, como afirmó el viernes pasado, sin inmutarse, el dirigente nacional del PAN, Gustavo Madero Muñoz.
Se podrá hablar de civilidad en México cuando haya pleno respeto a la voluntad popular, cuando no se desprecie al pueblo como lo hace la oligarquía, cuando el egoísmo individualista no sea lo que defina las relaciones sociales. Mientras tanto, es hasta un insulto hablar de civilidad, como lo es también afirmar que los desgobiernos panistas cumplieron objetivos sociales y progresistas. Sobran ejemplos de lo contrario, lo que no puede ser borrado por las obras de infraestructura construidas a lo largo y ancho del país, no conforme a un plan en beneficio de la sociedad, sino simple y llanamente para hacer negocios.
Mucho menos cuando se tiene una concepción monárquica del poder como la tienen los panistas, como lo ejemplifica claramente la campaña de despedida de Calderón, en la que en vez de que él agradezca la oportunidad que le dio la vida, pide que la sociedad sea la que le agradezca por las obras realizadas, como si no fuera una elemental obligación ejecutarlas.
De ahí que llame la atención el exhorto de Manlio Fabio Beltrones, a iniciar el primero de diciembre un periodo de civilidad, en el marco de la toma de protesta de Enrique Peña Nieto como presidente de México. Dijo que “conviene a todos que el periodo de gobierno comience como es debido y espera la ciudadanía”.
Lo que en verdad convendría, desde cualquier punto de vista, es que la civilidad comenzara en el mismo proceso electoral, no ya después de que se burló la voluntad del pueblo, como es ya costumbre en nuestro país. Sin elecciones limpias, creíbles y transparentes, exentas de dudas y plagadas de artimañas, no es pertinente hablar de civilidad. No se tiene autoridad moral para hacer tal llamamiento, cuando el proceso electoral no reunió condiciones mínimas de credibilidad y legalidad.
Afirmó Beltrones: “Adquirimos una responsabilidad constitucional y cívica que habremos de cumplir en la ceremonia solemne de transmisión de gobierno”. La responsabilidad se debería adquirir con el pueblo durante los procesos electorales, conforme al postulado constitucional, no con un grupo de interés desvinculado por completo de las responsabilidades fundamentales emanadas de un régimen democrático. La civilidad se pone en tela de juicio cuando se usa la fuerza del Estado para contravenir y forzar la voluntad popular, como así ha sucedido ostensiblemente en tres elecciones federales.
Está plenamente documentado cómo fue burlada la voluntad de los votantes en los comicios de 1988, de 2006 y en los de este año. En cada uno, la civilidad pasó a segundo plano, en la que se suponía era ya una democracia representativa consolidada. Lo que quedó muy claro fue que setenta años de partido único y hegemónico habían mellado el sistema democrático. Pero también se vio que sin una reforma del Estado que vaya al fondo de las causas y efectos de los fenómenos políticos, es impensable avanzar hacia una verdadera transición que deje atrás todos los obstáculos que frenan un cambio progresista de régimen.
Es muy cómodo hablar de civilidad cuando ya se fortalecieron intereses de grupo, cuando ya se instaló un “gobierno” logrado a base de triquiñuelas, de compra de votos, de uso discrecional de recursos no del todo claros, como así fue en los comicios de julio. Lo que se logró, así hay que decirlo, fue un “avance” más “civilizado” de los mecanismos ilegales para “ganar” el proceso electivo, en comparación con los de 1988 y de 2006. Sin embargo, la capacidad y astucia para cometer un fraude con las menores huellas posibles no es sinónimo de civilidad.
En México estamos muy lejos de la verdadera civilidad, como lo estamos de una verdadera democracia. Con todo, siempre ha sido característica de los grupos en el poder auto designarse como portadores de progreso, aunque en los hechos se opongan precisamente a cualquier avance progresista.
En los últimos doce años, en muchos sentidos caminamos en reversa, pues de la derecha laica pasamos a la ultraderecha clerical, más perversa como lo demuestra el desprecio a la vida que caracterizó al “gobierno” de Felipe Calderón. Aunque es tal la ceguera, o fariseísmo de los panistas en el poder, que hasta consideran haber hecho un mejor trabajo que el realizado por los priístas en siete décadas, como afirmó el viernes pasado, sin inmutarse, el dirigente nacional del PAN, Gustavo Madero Muñoz.
Se podrá hablar de civilidad en México cuando haya pleno respeto a la voluntad popular, cuando no se desprecie al pueblo como lo hace la oligarquía, cuando el egoísmo individualista no sea lo que defina las relaciones sociales. Mientras tanto, es hasta un insulto hablar de civilidad, como lo es también afirmar que los desgobiernos panistas cumplieron objetivos sociales y progresistas. Sobran ejemplos de lo contrario, lo que no puede ser borrado por las obras de infraestructura construidas a lo largo y ancho del país, no conforme a un plan en beneficio de la sociedad, sino simple y llanamente para hacer negocios.
Mucho menos cuando se tiene una concepción monárquica del poder como la tienen los panistas, como lo ejemplifica claramente la campaña de despedida de Calderón, en la que en vez de que él agradezca la oportunidad que le dio la vida, pide que la sociedad sea la que le agradezca por las obras realizadas, como si no fuera una elemental obligación ejecutarlas.
Guillermo Fabela - Opinión EMET
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