“Bajas colaterales”
Las tres personas que murieron el fin de semana pasado en Monterrey (dos estudiantes ultimados en el campus del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey ITESM y una mujer que se vio atrapada en el fuego cruzado de una balacera) a consecuencia de combates entre fuerzas del orden y grupos criminales no eran presuntos delincuentes, como tampoco los jóvenes asesinados en las masacres del 30 de enero en Ciudad Juárez. Tampoco había sospecha alguna sobre los seis comuneros de la zona alteña de Mazatlán que cayeron abatidos el sábado en Elota, Sinaloa. Los fallecimientos referidos son sólo unas cuantas de las bajas colaterales” que han tenido lugar en el país en el curso de la “guerra contra el narcotráfico” declarada por el gobierno calderonista y que, como toda guerra, termina por cargar la mayor cantidad de muertes entre personas inocentes de la población civil.
Ayer, el titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, atribuyó los homicidios de Monterrey a la falta de coordinación y comunicación entre las autoridades y destacó que éstas no han asumido un compromiso de respeto a la ley.
Los señalamientos del ombudsman federal se quedan cortos. Como ha venido ocurriendo en los últimos meses, ante los muertos inocentes del pasado fin de semana el gobierno federal ha incurrido en un trato discriminatorio, al expresar sus condolencias sólo por algunas de las víctimas –las de mayor notoriedad social– y no ha formulado un compromiso explícito de evitar muertes entre la ciudadanía. Es preocupante el señalamiento de Fernando Gómez Mont, secretario de Gobernación, quien aseveró que si bien “sólo la autoridad puede someter a quien se resiste por la comisión de un delito”, es ciega y sorda cuando no tiene la vigilancia, el respaldo, la supervisión y la colaboración de los ciudadanos para obtener la información que le permita detectar a los delincuentes. Tal aserto equivale a condicionar la seguridad y la integridad física de los habitantes a su desempeño como informantes y coadyuvantes de las fuerzas públicas, lo cual es manifiestamente ajeno –y contrario– al marco legal vigente.
Con los más recientes episodios de víctimas ajenas a las confrontaciones entre militares y policías y presuntos criminales se evidencia, por otro lado, la inoperancia y el peligro de poner a las fuerzas armadas en tareas de policía, en entornos urbanos saturados en los que es segura e inevitable la presencia de personas inocentes en medio del fuego cruzado.
Si el gobierno federal no es capaz de actuar con sensibilidad, terminará por provocar el efecto contrario a la colaboración de la población con los efectivos castrenses y policiales. Lo ha conseguido ya en Ciudad Juárez, donde crece el clamor por la salida del Ejército de esa localidad fronteriza, y es razonable suponer que esa consecuencia se repetirá en otros puntos del territorio nacional en los que las fuerzas armadas desempeñan un papel protagónico en la lucha contra las organizaciones delictivas.
En éste, como en otros terrenos, y por básicas consideraciones legales y éticas, resulta urgente un cambio de estrategia.
Fuente
Ayer, el titular de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, atribuyó los homicidios de Monterrey a la falta de coordinación y comunicación entre las autoridades y destacó que éstas no han asumido un compromiso de respeto a la ley.
Los señalamientos del ombudsman federal se quedan cortos. Como ha venido ocurriendo en los últimos meses, ante los muertos inocentes del pasado fin de semana el gobierno federal ha incurrido en un trato discriminatorio, al expresar sus condolencias sólo por algunas de las víctimas –las de mayor notoriedad social– y no ha formulado un compromiso explícito de evitar muertes entre la ciudadanía. Es preocupante el señalamiento de Fernando Gómez Mont, secretario de Gobernación, quien aseveró que si bien “sólo la autoridad puede someter a quien se resiste por la comisión de un delito”, es ciega y sorda cuando no tiene la vigilancia, el respaldo, la supervisión y la colaboración de los ciudadanos para obtener la información que le permita detectar a los delincuentes. Tal aserto equivale a condicionar la seguridad y la integridad física de los habitantes a su desempeño como informantes y coadyuvantes de las fuerzas públicas, lo cual es manifiestamente ajeno –y contrario– al marco legal vigente.
Con los más recientes episodios de víctimas ajenas a las confrontaciones entre militares y policías y presuntos criminales se evidencia, por otro lado, la inoperancia y el peligro de poner a las fuerzas armadas en tareas de policía, en entornos urbanos saturados en los que es segura e inevitable la presencia de personas inocentes en medio del fuego cruzado.
Si el gobierno federal no es capaz de actuar con sensibilidad, terminará por provocar el efecto contrario a la colaboración de la población con los efectivos castrenses y policiales. Lo ha conseguido ya en Ciudad Juárez, donde crece el clamor por la salida del Ejército de esa localidad fronteriza, y es razonable suponer que esa consecuencia se repetirá en otros puntos del territorio nacional en los que las fuerzas armadas desempeñan un papel protagónico en la lucha contra las organizaciones delictivas.
En éste, como en otros terrenos, y por básicas consideraciones legales y éticas, resulta urgente un cambio de estrategia.
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