La justicia mexicana, a examen

Miguel Concha
Gabriela Knaul, relatora especial de Naciones Unidas sobre la independencia de jueces y magistrados, vino a México del primero al 15 de octubre para analizar el nivel de autonomía del Poder Judicial y la imparcialidad de magistrados, jueces, abogados y ministerios públicos, así como la accesibilidad de la población al sistema de justicia. Este no es un tema menor, pues de hecho, una constante en las violaciones a los derechos humanos en el país es la impunidad que las rodea.

Pero no sólo esto; podemos ver que, lamentablemente, el acceso a diversos derechos y, en general, el acceso a la justicia, es una cuestión que aún requiere acciones decididas del Estado, a fin de que lo que está plasmado en las leyes pueda vivirse en la realidad de millones de mexicanos. Algunos de los problemas que seguramente encontró en diversos sistemas de justicia que todavía existen en el país son que aún hay legislación insuficiente, que no brinda el marco legal adecuado para la defensa de los derechos humanos. En este punto, se puede esperar que la relatora se pronuncie firmemente sobre la urgente necesidad de aprobar una reforma constitucional en la materia.

Sin embargo, las leyes y modificaciones legislativas resultan insuficientes cuando faltan voluntad política que asuma un compromiso con la justicia y disposición para poner las garantías fundamentales como eje del sistema. Esto lo digo porque hemos sido testigos de reformas que si bien tienen un contenido positivo, van acompañadas de aspectos netamente regresivos, que dan al traste con los primeros. Un ejemplo es la reforma al sistema penal que se realizó en 2008, que si bien contenía algunos puntos positivos, como el reconocimiento expreso de la presunción de inocencia, la igualdad procesal de las partes en el juicio, la inadmisibilidad como prueba de evidencias recabadas por medios ilegales, y otros avances en el debido proceso, también incluía excepciones que son incompatibles con los estándares de cumplimiento de los derechos humanos, como el arraigo, que se elevó a rango constitucional; la inclusión de delitos que obligan a la prisión preventiva y la creación de un subsistema de excepción para las personas acusadas de pertenecer a la “delincuencia organizada”, cuya tipificación resulta además genérica y ambigua.

Como podemos observar, incluso en la reforma más ambiciosa de los últimos años en materia de justicia penal, persisten y se incrementan rasgos autoritarios que relegan a segundo plano los derechos de las personas frente a una política de seguridad que ha dado pocos resultados. Ello se nota de nueva cuenta en propuestas como la planteada para la Ley de Seguridad Nacional, cuyo texto original deja en manos del Ejecutivo la suspensión de derechos con una figura llamada “declaratoria de afectación a la seguridad interior”. Cuestión que resulta completamente contraria a los dispuesto por los artículos 27 y 4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y a pesar de haber sido modificada parcialmente por el Congreso, sigue siendo regresiva y peligrosa para toda la sociedad.
Lamentablemente, las reformas del Ejecutivo no son el único punto que debe ser criticado sobre el sistema de justicia en México, pues se arrastra una serie de vicios que impiden la vigencia del derecho en el país. Entre estos problemas podemos señalar la falta de aplicación adecuada de principios como el de presunción de inocencia, que a pesar de haber sido reconocido constitucionalmente, en la práctica se enfrenta con criterios que dan preferencia a una acusación y condena. Lo mismo sucede con la detención arbitraria, que puede ser convalidada en el juicio y cuya calificación rara vez deriva en la libertad de la víctima. El principio de inmediatez procesal, que ha estado sujeto a diversas recomendaciones, sigue empleándose para otorgar valor preponderante a la primera declaración del procesado, sin importar que se haya realizado sin la presencia de autoridad judicial. Y esto, catastrófico para las víctimas cuando se haya declarado bajo tortura, sigue siendo de ordinario una mala práctica en gran cantidad de casos, muchas veces para condenar a las personas sin elementos suficientes.

Sin duda, la relatora se dará también por enterada del uso faccioso del sistema de justicia en casos paradigmáticos, como el de Atenco o el de los trabajadores de Luz y Fuerza del Centro, en los que luchadores sociales recibieron sentencias de más de 100 años de prisión y donde más de 40 mil trabajadores, mediante maniobras legales contra el SME, orquestadas por una autoridad que faltó a la imparcialidad a la que está obligada por ley, fueron despojados de sus empleos.

El informe final de la relatora seguramente también atenderá el papel de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, reconociendo algunos fallos trascendentales elaborados con base en estándares internacionales de derechos humanos, pero analizando igualmente la posición tibia en el caso de la guardería ABC, a pesar de un primer proyecto brillante; su postura, en el caso del decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro, y criterios que aparecen en sesiones del pleno, donde algunos ministros incluso cuestionan la validez de los tratados internacionales y la obligatoriedad de México para acatar las sentencias de tribunales internacionales, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El oportuno informe de la relatora será, sin duda, un insumo que sirva para evidenciar los defectos del sistema, e incluirá propuestas para combatirlos. Esperemos que los poderes de la Unión las atiendan.

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