El euro, clave de la crisis
Pedro Montes | Para Kaos en la Red |
El euro lleva apenas 13 años de vigencia y, en tan breve lapso, ha destruido las bases de la construcción europea, creado una desoladora crisis económica y social en el conjunto de la zona euro y arrastrado a algunos países al abismo. Se podría decir que el euro y algunos elementos más, pero, aún a riesgo de simplificar en exceso, se puede afirmar que el proyecto de Maastricht ha resultado demoledor y que, por consiguiente, merece desaparecer históricamente. En términos marxistas, implica decir que el euro, tal como está configurado en la actualidad, con estridencia o sutilmente, con derrumbe o sin derrumbe, está condenado a morir.
Proyecto político sin condiciones económicas
Como se dijo en su día con toda justificación, la moneda única vio la luz por decisiones políticas, pues las condiciones económicas existentes estaban muy lejos de crear el contexto propicio para imponer una moneda única en un conjunto de países tan desiguales. En ese afán político de no detenerse ante las dificultades primó, por un lado, el evitar el riesgo de que la construcción europea saltase por los aires después de una década consagrada a preparar y exaltar el valor de la unidad monetaria y, por otro, constituía la clave de bóveda de una concepción del futuro europeo fundamentado en la ideología del neoliberalismo que, como se sabe, responde a unos intereses de clase indiscutibles.
En los momentos finales de la puesta en marcha del euro, cuando se decidió que todos los países aspirantes podían formar parte de él, descartándose otras propuestas más sensatas como la de crear un grupo inicial de países más homogéneos, se pusieron las bases del desastre ocurrido posteriormente. Las famosas condiciones de convergencia no tenía nada de mítico, sino que cubrirían las apariencias mínimas que parecían necesarias para fusionar monetariamente economías tan dispares, si bien dejaban otros muchos elementos al margen y algunos indicadores tan primordiales como el saldo de la balanza de pagos, en el terreno económico, o la cifra de paro, en lo relativo a la heterogeneidad social existente.
Hubiese agua o no todos intentaron lanzarse a la piscina.
Sin respetar las propias exigencias del Tratado de Maastricht, todos los países que lo desearon entraron a formar parte de la moneda única, a pesar de que algunos de ellos incumplían manifiestamente las condiciones prefijadas, como el límite del 60% de la deuda pública sobre el PIB de cada país, tan relevante en los problemas actuales. Hubiese agua o no todos intentaron lanzarse a la piscina. Y agua, realmente no había.
Un hecho fundamental previo a la moneda única que debió constituirse en aviso determinante fue la quiebra del Sistema Monetario Europeo —SME— en los años 92 y 93, buen antecedente de lo que supone una moneda única en clave de la rigidez de las cotizaciones de las monedas. Apenas siete años antes de la implantación del euro, las leyes económicas habían dictado sentencia: no había condiciones para crear una moneda única. Algo que, por lo demás, habían dejado rotundamente claro los teóricos de las uniones monetarias: en el caso de Europa no se cumplían los requisitos mínimos para conformar una área económica con moneda única, con una fiscalidad compartimentada por países, condiciones sociales y laborales muy dispares, y la rigidez inevitable para la movilidad plena de la mano de obra entre países con lenguas, cultura y pasado singulares.
En una economía estatal, el mercado es único y la moneda es única, pero, a diferencia de lo que sucede en la zona euro, cada Estado dispone de un presupuesto que, con diferencias por países, es en todo caso enormemente más grande que el presupuesto comunitario de la UE, sirviendo éste para corregir los resultados distributivos del mercado, geográfica y personalmente. Aunque no son cifras comparables, los recursos del presupuesto de cada país representan entre un 40 y un 50% del PIB en los países de la unión, mientras que el presupuesto de la UE supera en poco el 1% del PIB y la mayor parte de sus gastos no tienen efectos redistributivos.
Sin divisa, sin política monetaria
La aparición del euro implicó dos hechos fundamentales en la historia económica de cada país. El primero es que desapareció el tipo de cambio como un instrumento esencial en manos de los gobiernos para mantener el equilibrio de sus economías en el marco internacional y, en el tiempo, un grado suficiente de competitividad. Los países más fuertes económicamente tenían una moneda que se revalorizara tendencialmente mientras que los países más débiles veían la suya depreciarse, pero con ese juego se mantenía un cierto equilibrio en los intercambios económicos entre los países.
La trayectoria de las distintas monedas europeas en los 30 años que precedieron a la implantación del euro, una vez que en 1971 estalló el sistema del patrón dólar con tipos de cambio fijos pero ajustables, no deja duda de lo forzado que fue crear el euro con respecto a la trayectoria histórica de cada una de las divisas europeas integradas en él. La crisis actual está determinada esencialmente por los efectos contundentes y desequilibradores de la moneda única en las balanzas de pagos de los países de la zona euro, unos acumulando grandes superávit, con Alemania como país dominante, y otros arrastrando déficits insoportables como Grecia, Portugal o nuestro país.
El segundo hecho trascendental es que los países perdían la soberanía de la política monetaria para transferirla al Banco Central Europeo. Sus medidas debían ser armoniosas con las necesidades de economías diferentes y que se iban a encontrar en situaciones coyunturales diversas, cosa que es objetivamente imposible. Aparte de que, como en toda institución política, los poderes realmente los detenta quien más poder económico tiene, y cabe referirse de nuevo a Alemania como cabeza visible de la dirección del BCE.
Todo el mundo pensó que la financiación llegaría sin problema
Creado el euro y conectados los mercados financieros, en una primera fase el problema de la financiación de las economías quedó relegado, pues los países con superávit debían colocar sus excedentes en los países con déficit, pero, y aquí ha erradicado uno de los más graves problemas del euro, todo el mundo pensó que la financiación llegaría sin problema y casi eternamente a los países deficitarios, sin atribuirle ninguna importancia al hecho de que se estaban endeudando de un modo acusado y que tarde o temprano la situación sería insostenible. La euforia reinante antes de la aparición de la crisis financiera internacional en el año 2008, cuando en septiembre quebró el banco norteamericano Lehman Brothers, está relacionada con estas facilidades de financiación que, repentinamente, se convirtieron en un grave problema. Con la crisis financiera, con los mercados financieros instalados en la desconfianza general y con la liquidez sin fluir, es cuando destaca la importancia que tuvo para cada país el abandono de su capacidad de crear la cantidad necesaria de moneda propia.
Al margen del hecho de la cesión de soberanía monetaria que, sumada a la otras muchos resortes perdidos con él neoliberalismo y el proyecto del mercado único, plantea la cuestión política esencial del valor de la soberanía de los pueblos frente a los poderes económicos, es fácil comprender que, disponiendo de una política monetaria propia, la crisis tendría mucha menos intensidad, pues ahora está ocurriendo que empresas y negocios viables y rentables desaparecen por la simple imposibilidad de lograr liquidez.
Ha surgido alguna polémica entre cómo enfrenta esta crisis Estados Unidos y cómo lo hace la Unión Europea, pero mientras aquél es un país con una moneda y una fiscalidad estatal, la zona euro es un conglomerado de países con moneda única pero fiscalidades y tesoros compartimentados. Estado Unidos, con independencia de otros aspectos que remiten a lo que podría llamarse la crisis del dólar, ajenos a los objetivos de este artículo, puede afrontar sus problemas con la coherencia que permite a un estado disponer de los principales resortes económicos. En la UE, por el contrario, la compartimentación fiscal impide tomar decisiones sobre la masa del dinero a crear por el Banco Central y las emisiones de deuda pública —los reclamados eurobonos, que tanta vana ilusión despiertan en la izquierda y la derecha— pues todo ello remite a necesidades de los países más débiles. Y el asunto de transferir o regalar dinero es altamente controvertido en los países de la zona euro, especialmente en los más fuertes, y en el seno de las instituciones comunitarias.
Crónica de una crisis anunciada
La crisis sobrevenida a la implantación del euro estaba cantada desde el inicio y, en todo caso, los datos que han ido acumulándose a lo largo de la primera década del nuevo siglo avisaban de que la evolución de los desequilibrios exteriores entre unas economías y otras llegaría a ser insostenible. Un caso extremo es el de Grecia, que desde el año 2000 al 2008 ha registrado déficits de la balanza por cuenta corriente superiores al 10% del PIB, acercándose en algún momento, como en 2007, al 15%. Casi tan dramático es el caso de Portugal, que llego a registrar en 2008 un déficit del 12,1% del PIB, tras déficits continuos a lo largo de la década. En nuestro país, los déficits han sido menos pronunciados, pero de una magnitud insostenible: en el 2007, del 10% del PIB y, en el 2008 y ya con la crisis financiera internacional declarada, del 9%.
Estas cifras son enormes, insólitas y expresión de una situación explosiva. Los muchos años sucesivos de déficit han arrastrado a algunas de las economías del euro a acumular una deuda frente al resto del mundo inmanejable y realmente impagable. Aquí está el núcleo de la crisis actual del euro.
Para ahondar en ello y facilitar la comprensión del significado de esta evolución, nuestro país es un ejemplo inmejorable. Antes del euro la economía española nunca registró un déficit de la balanza por cuenta corriente superior al 3,4% del PIB. Cuando se produjo la crisis del SME del 92-93 ese era el nivel de déficit alcanzado e hicieron falta cinco devaluaciones de la peseta para restaurar el equilibrio exterior. En 1998, a punto del nacimiento del euro, la economía española tenía unos pasivos brutos frente al exterior, es decir, compromisos de pago, como los préstamos, y exigencias o derechos, como acciones, que podían reclamar los residentes extranjeros a residentes españoles, de 540.000 millones de euros, aproximadamente el 100% del PIB en aquel año.
los pasivos brutos españoles se elevaron hasta los 2,3 billones de euros al final de 2010.
Desde 1999, cuando empieza a funcionar el euro y hasta 2010, es decir, en los 12 años de vigencia, los pasivos exteriores de la economía española se incrementaron en 750.000 millones de euros para financiar los correspondientes déficits por cuenta corriente de la balanza de pagos. Además, los agentes económicos españoles participaron activamente en la euforia financiera de la primera década del siglo XXI y, así, se endeudaron adicionalmente por casi otro billón de euros en este período, exactamente en 993.000 millones, para adquirir activos del resto del mundo. En este sentido, es significativa la actuación de las empresas multinacionales españolas en Latinoamérica y, muy probablemente, muchos engrosaron sus tenencias en paraísos fiscales. Como resultado, los pasivos brutos españoles acumulados a lo largo de toda la historia hasta 1998, que ascendían a los 540.000 millones mencionados, se elevaron hasta los 2,3 billones de euros al final de 2010, multiplicándose pues por más 4 en los últimos 12 años. De ellos, corresponden al sector privado 2 billones y el resto a las Administraciones Públicas.
Por supuesto, la posición exterior neta de la economía española es menos tenebrosa, pues, además de pasivos exteriores, los residentes españoles poseen activos frente al exterior. En 1998, los activos exteriores ascendían a 385.000 millones de euros, por lo que la magnitud de la posición deudora neta alcanzaba los 155.000 millones de euros, equivalentes al 29% del PIB.
En 2010, los activos exteriores eran de 1,4 billones de euros y la posición exterior neta negativa se cifraba en 900.000 millones de euros, el 85% del PIB. No obstante, hay que dejar muy claro que estas compensaciones o consolidación entre posiciones activas y pasivas tienen poco sentido económico, pues detrás de cada euro de pasivo hay un deudor —persona, agente o institución— que debe hacer frente a los correspondientes compromisos de pago —los intereses u otra rentas y las amortizaciones de aquellos pasivos con calendario de vencimiento— o las exigencias de liquidación y un poseedor de activos que espera cobrar.
Cualquier fallo o incertidumbre en dichos pagos ocasiona perturbaciones en los acreedores, que, a su vez y con frecuencia, lo son por ser deudores a su vez, en esa cadena interminable de activos y pasivos que la globalización financiera neoliberal ha montado. En suma, aunque no todos los pasivos brutos tienen el mismo grado de exigibilidad y los plazos de amortización se prolongan muy variablemente en el tiempo, el enorme volumen de deuda acumulada deja a la economía española en una situación de vulnerabilidad extrema. El caso de Grecia —o Portugal o Irlanda— no es más que un antecedente de lo que le acabará ocurriendo a la economía española, todo ello promovido por la implantación del euro.
La crisis financiera europea y la crisis del euro tienen pues un origen particular, sin perjuicio de que la explosión de la crisis financiera internacional fuera el desencadenante de la crisis europea. Estallada aquella, con los mercados de financiación cerrados, la solvencia de muchas instituciones socavada y la desconfianza implantada de modo general, era inevitable que se pusiera de manifiesto la gangrenada posición de algunos países de la zona euro. Con otras palabras, Europa ha gestado su propia crisis y esta tenía que emerger más pronto que tarde.
La solución imposible
La única vía para resolver de modo natural la crisis de la deuda europea consistiría en que los países deudores transformasen su posición deficitaria de la balanza de pagos en otra con superávit, de modo que, con el exceso de ingresos sobre pagos, fuesen liquidando paulatinamente las deudas acumuladas. Pero, aparte de la montaña acumulada de deuda, reflejada en los flujos de rentas de inversión de la propia balanza de pagos, esa transformación es imposible no sólo por la magnitud de los déficits sino porque los mismos ponen de manifiesto las carencias y debilidades de estas economías, que no solo no son lo suficientemente competitivas, sino que, además, están aplastadas por la existencia el euro, moneda común en los países en los que se concentran sus intercambios de bienes y servicios.
Sirva de ejemplo la propia economía española, donde, a pesar del hundimiento de la actividad, la demanda y la destrucción masiva de empleo, se registra, todavía en el año 2011, un déficit de balanza de pagos por cuenta corriente próximo al 5%. Es decir, esta vía «natural» de acabar con el problema del sobreendeudamiento está cegada o, dicho de otra manera, el problema de la deuda no tiene solución y, tarde o temprano, se pondrá de manifiesto que es impagable, con todo lo que ello significa de agitación en los mercados, inestabilidad financiera general, crisis profundísima de los países atrapados y riesgos de extensión de las complicaciones, pues ni los grandes países acreedores están a salvo de conmociones. Grecia es ya un espejo en el que rastrear y desentrañar lo que espera a otros países.
Algunos puntos polémicos
Tomando en consideración el cuadro descrito, previsible en sus aspectos fundamentales, no se concibe que sectores amplios y variados de la izquierda no se opusieran con firmeza a la construcción de la Europa de Maastricht. Tanto más cuanto que, junto a estos problemas de carácter estrictamente económico, se añadían las consecuencias políticas que la implantación de una moneda común tendría sobre los derechos sociales y las condiciones de vida de la mayoría de la población. Desde el momento en que se perdía la moneda propia como instrumento de preservación de la competitividad de la economía se ponían las bases para el acoso permanente a los salarios, la calidad del empleo, la fiscalidad progresiva, los servicios sociales, etc., todo lo que constituyen los ejes regresivos de la política neoliberal.
La moneda única era la clave de bóveda de un proyecto neoliberal
El argumento, aportado ahora como excusa y lamentable justificación cuando ha llegado la catástrofe, de que la moneda única era un paso decisivo para la construcción de una Europa socialmente homogénea y políticamente unida no resiste la menor prueba. Ningún hecho, en una Europa siempre en conflicto y cada vez más mercantilizada, alimentaba el supuesto de que tras la moneda única se avanzaría en la construcción de una Europa socialmente avanzada. Como ya he dicho, la moneda única era la clave de bóveda de un proyecto neoliberal, no el primer paso para construir una Europa federal socialista.
Además, muy pronto como lo reflejaba la evolución de la balanza de pagos, se pusieron de manifiesto los problemas que generaba el euro, pero todo ello se pasó por alto en la izquierda, por aquello del falso europeísmo y el objetivo de no disipar el estado embriagado en que vivía la sociedad. El neoliberalismo estaba en su apogeo, la izquierda entregada y las conciencias embrutecidas. Por si faltaban datos, a las primeras de cambio, la Europa de Maastricht no tendió a profundizarse y a corregir sus carencias, sino que se extendió hacia el Este, haciendo más compleja y disparatada y todavía menos gobernable su existencia.
La ceguera muy general de la izquierda tuvo una agravante más, pues en los países avanzados de Europa no se tomó en consideración los graves perjuicios que reportaría el euro a los países económicamente más atrasados. No se miró al conjunto resultante, sino que, con una visión muy corta, solo se valoraron las ventajas de una unión monetaria capitaneada por el prestigio de Alemania y, en menor grado, de Francia.
Como no podía ser de otra forma, con estos antecedentes han surgido debates sobre cómo afrontar la izquierda la crisis existente. Hasta ahora, pocos en la izquierda se están dando por enterados de su extrema gravedad o, por decirlo más claramente, de la insostenibilidad de la Europa de Maastricht. Se indican soluciones del tipo de la necesidad de que se emitan eurobonos, se culpabiliza a Alemania, se propone cambiar el estatus del Banco Central europeo, se sugieren avances en la fiscalidad común, etc. Y, en casi todos los casos, se apoya el «rescate» de los países con problemas: hoy Grecia, mañana de Portugal y luego…, como si correspondiera a la izquierda salvar al monstruo construido, cuyas consecuencias tan dramáticamente están sufriendo los trabajadores, amplias capas sociales y los sectores ciudadanos más desfavorecidos.
Se habla de los rescates sin pudor.
Y se habla de los rescates sin pudor, como si las ayudas que se prestan a los países para evitar la quiebra inmediata aliviarán su situación, cuando solo se trata de ganar tiempo para que los políticos actuales no tengan que cargar con la responsabilidad de declarar el fin de la Europa de Maastricht o no tengan que enfrentarse a explosiones económicas y sociales de dimensión y efectos incontrolados. Los rescates no son tales, pues los países siguen soportando una deuda a la que no pueden hacer frente. Lo que sí que es verdad es que ese ganar tiempo está siendo utilizado para limpiar en lo posible los balances de las instituciones privadas acreedoras, entre ellas los bancos alemanes y franceses, trasmitiendo la deuda a instituciones públicas —Banco Central Europeo, FMI, Fondo de Estabilización de la Comisión Europea— en una gigantesca operación de socializar las pérdidas.
Grecia es una avanzadilla del desastre que espera a otros países. Este «rescate», como en otros tiempos se impusieron los planes de ajustes estructurales del FMI, va acompañado de muy duras medidas de austeridad, de recortes de salarios, de acoso a los servicios públicos, en suma, de reformas sumamente reaccionarias. Pero todos estos atropellos a los derechos sociales y condiciones de vida de la mayoría de la población no han surtido ningún efecto favorable en la solución al problema de los países altamente endeudados de la imposibilidad de hacer frente a los compromisos de su deuda externa.
El caso español, más conocido en sus detalles por todos nosotros, ejemplifica perfectamente la inutilidad de los recortes como solución a la crisis. A partir de mayo de 2010, la serie de medidas y de contrarreformas emprendidas por el gobierno de Zapatero, a cual más rechazable, incluida nada menos que la de la constitución, no han impedido que la situación actual económica sea peor ahora que entonces, como lo pone de manifiesto la evolución del paro, la amenaza de una nueva recesión, la degradación de la llamada prima de riesgo del país y la inquietud creciente de que una catástrofe puede desencadenarse en cualquier momento.
Como se recordará, el profesor Krugman planteo hace algún tiempo un dilema para la economía española, u otras en situación análoga, consistente en afirmar: la solución a los problemas pasa por una devaluación de la moneda para encarecer importaciones y abaratar exportaciones y, de ese modo, ganar competitividad, cosa imposible en el marco de la unión monetaria, o por un ajuste interno de precios y salarios que tuviera las mismas consecuencias sobre los intercambios de bienes y servicios con el exterior. Aunque realmente no hay tal dilema, en la medida en que descartaba la desvinculación con el euro, creo que Krugman no está acertado en su análisis y propuestas.
En efecto, todas las medidas tomadas y recortes aplicados implican la política de ajuste interno recomendada por Krugman como alternativa a la devaluación, aunque no se diga de forma expresa. Acabo de mostrar que con ella no se ha avanzado un ápice en la solución de la crisis, sino todo lo contrario. Y es que devaluación o ajuste interno no son modos equivalentes de afrontar un desequilibrio exterior profundo.
La devaluación hace diana y afecta directamente a los precios de importaciones y exportaciones, que son decisivos para corregir un déficit de la balanza de pagos (no hay que olvidar, desde luego, el impacto que supone sobre la deuda externa), mientras que el ajuste interno implica la depresión económica, con toda probabilidad una redistribución regresiva de la renta, una alteración irregular de los precios relativos en el conjunto de la economía, producto de las condiciones de los mercados y las reacciones de los agentes económicos, y, finalmente, un impacto incierto e indirecto sobre los precios de los bienes y servicios intercambiados con el exterior, que sería el objetivo fundamental del mencionado ajuste interno. Todo hace pensar que el tal ajuste puede no tener fin, mientras las economías se hunden y las sociedades entran en crisis insondables, todo ello por evitar hacer algo tan sencillo como podría ser una devaluación si los países deficitarios no tuvieran el dogal del euro rodeando su cuello.
Europa al fondo
Un debate más profundo atrapa a la izquierda cuando lo que se aborda es qué proponer como proyecto de construcción europea a partir de la crisis actual. A riesgo de simplificar, parece que se decantan dos posiciones. La primera, envuelta en la bandera del internacionalismo, que sostiene que, aunque la Europa de Maastricht no es defendible, hay que impedir por todos los medios que la construcción europea sufra un retroceso que desarbolaría la idea de Europa. Desde lo ya edificado, hay que imponer un avance que nos conduzca a la Europa perseguida históricamente por la izquierda.
Esta posición, sustentada en una noción abstracta de Europa, es en mi opinión de una ingenuidad y de un irrealismo impropios de gentes que tienen concepciones materialistas de la historia y creen aún en la lucha de clases. La Europa de Maastricht no es reformable. Todos los cambios que se proponen dejan intactos los problemas genéticos de la Europa construida hasta ahora y no representan más que retoques de maquillaje de un proyecto elaborado y culminado bajo el dogmatismo neoliberal. Con una agravante adicional, los retoques no son posibles en la situación de profunda crisis que corroe a Europa y con las disensiones propias de una comunidad contrahecha y compuesta por países con problemas singulares: 27, si nos referimos a la UE, o los 17 que integran la zona del euro.
La Europa de Maastricht es genéticamente inviable.
Tan disparatada es la idea de recuperar Europa sin que se destruya la Europa de Maastricht que si, por arte de birlibirloque, repentina y misteriosamente se resolviera la actual crisis, desaparecieran las deudas, se recuperasen los equilibrios y volviéramos al año 1999, inmediatamente empezaría de nuevo a gestarse la siguiente crisis. Como he insinuado, la Europa de Maastricht es genéticamente inviable, su vida está condenada a sufrir conmociones continuas y a imponer un sufrimiento innecesario a los pueblos europeos.
Es natural y resulta comprensible que se tenga horror al vacío, a la situación que puede sobrevenir cuando se rompa el euro tal como está configurado en la actualidad, ya sea por una ruptura traumática o por la salida de algunos de los países periféricos. Pero, desde el punto de vista político de la izquierda, no cabe rehuir el envite y proponer salidas inviables. Nadie rechazaría un conjunto de reformas que hicieran de la Europa del euro un ámbito, económicamente, más articulado, gobernable y equilibrado, socialmente, más armonioso e igualitario y, objetivamente, menos agresivo. Pero es preciso reconocer que no hay condiciones para ello.
Por un lado, la izquierda no tiene un proyecto acabado alternativo ni siquiera unas propuestas parciales compartidas. Y la izquierda serían las fuerzas progresistas de 27 ó 17 países. En ellos, por otro lado, la relación de fuerzas y la lucha de clases presentan tal variedad de situaciones que pensar en soluciones globales, de conjunto para Europa, significa despreciar las condiciones objetivas sobre las que basar propuestas posibles. Es tal la complejidad del mapa político europeo, que pensar en un proyecto reformista es una quimera, más si se toman en cuenta los enormes problemas que la crisis ya ha generado y la sima que se abre a nuestros pies.
Postular la reforma de la Europa de Maastricht es, a mi entender, evadir los deberes políticos que la izquierda tiene que asumir ante la tenebrosa situación económica y financiera existente y la desolación social que ha atrapado a una parte importante de la población europea.
¿Qué significa todo lo anterior? Pues que hay una segunda posición que la expongo con claridad: si se comprende y admite que el euro es un proyecto contrahecho desde el punto de vista económico y perverso desde el punto de vista social, que todavía no ha dado de sí todo su capacidad destructiva, corresponde a la izquierda tratar de desmantelarlo e impedir que siga arrastrando a los pueblos europeos al abismo. Ante la imposibilidad de dar respuestas que impliquen al conjunto de los países, cada uno de ellos debe intentar, dependiendo de las circunstancias y de las fuerzas del movimiento obrero y del resto de los movimientos y organizaciones de izquierda, escapar de las garras del euro. Incapaces de imponer una concepción distinta de la construcción europea a la del neoliberalismo imperante, la tarea es romper la cadena que maniata a los pueblos europeos por sus eslabones más de débiles.
Este objetivo estratégico no oculta las muchas dificultades que pueden surgir con la ruptura o el desenganche del euro, ni elimina otros elementos de la lucha de clases, ni agota los debates sobre la construcción europea y más allá de ello, sobre el destino de globalización capitalista.
Romper con el euro implica necesariamente plantearse la cuestión del inmenso volumen de deuda externa que tienen acumulado los países periféricos y que desde ahora se sabe que es imposible de pagar. El tema abre una gran e inabarcable casuística, pero los criterios que puedan fijarse para clasificar la deuda no pasan en mi opinión por empantanarse en reconocer a una deuda como legítima y a otra parte como «odiosa», según proponen algunos sectores de la izquierda. Ello sin perjuicio de que en algunos países cabe la distinción —Irlanda— porque los fondos obtenidos del reciente crecimiento desmesurado de la deuda pública ha ido destinado a sanear a los bancos, y sin perjuicio también de lo que pueda suceder en el futuro en unos momentos en los que la recapitalización del sistema financiero europeo está sobre el tapete, urge y tendrá que ser masiva.
Las dificultades enormes que existen y que pueden agravarse para imponer medidas progresistas no pueden acallar las reivindicaciones, las protestas y la lucha de clases. Aun cuando un país esté en quiebra por la magnitud de su deuda y la imposibilidad de atender los compromisos que de ella se derivan hay márgenes muy amplios para acometer reformas significativas de gran incidencia social. Por ejemplo, el objetivo de llevar a cabo una reforma fiscal progresista, de combatir el fraude fiscal, de defender los servicios públicos, de impedir que se degrade la protección a los parados, etc. etc. Todo lo que está a la orden del día en las reivindicaciones de los ciudadanos.
Por último añadir que hay debates de sumo interés, como el de la «desmundialización», la vuelta al reforzamiento de los Estados y la recuperación de los instrumentos de soberanía, y hasta el proteccionismo. La crisis europea debe ser un acicate para debatir y tomar posiciones sobre cómo afrontar y combatir desde la izquierda la degeneración en que la globalización capitalista ha sumergido a la humanidad.
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Fuente
El euro lleva apenas 13 años de vigencia y, en tan breve lapso, ha destruido las bases de la construcción europea, creado una desoladora crisis económica y social en el conjunto de la zona euro y arrastrado a algunos países al abismo. Se podría decir que el euro y algunos elementos más, pero, aún a riesgo de simplificar en exceso, se puede afirmar que el proyecto de Maastricht ha resultado demoledor y que, por consiguiente, merece desaparecer históricamente. En términos marxistas, implica decir que el euro, tal como está configurado en la actualidad, con estridencia o sutilmente, con derrumbe o sin derrumbe, está condenado a morir.
Proyecto político sin condiciones económicas
Como se dijo en su día con toda justificación, la moneda única vio la luz por decisiones políticas, pues las condiciones económicas existentes estaban muy lejos de crear el contexto propicio para imponer una moneda única en un conjunto de países tan desiguales. En ese afán político de no detenerse ante las dificultades primó, por un lado, el evitar el riesgo de que la construcción europea saltase por los aires después de una década consagrada a preparar y exaltar el valor de la unidad monetaria y, por otro, constituía la clave de bóveda de una concepción del futuro europeo fundamentado en la ideología del neoliberalismo que, como se sabe, responde a unos intereses de clase indiscutibles.
En los momentos finales de la puesta en marcha del euro, cuando se decidió que todos los países aspirantes podían formar parte de él, descartándose otras propuestas más sensatas como la de crear un grupo inicial de países más homogéneos, se pusieron las bases del desastre ocurrido posteriormente. Las famosas condiciones de convergencia no tenía nada de mítico, sino que cubrirían las apariencias mínimas que parecían necesarias para fusionar monetariamente economías tan dispares, si bien dejaban otros muchos elementos al margen y algunos indicadores tan primordiales como el saldo de la balanza de pagos, en el terreno económico, o la cifra de paro, en lo relativo a la heterogeneidad social existente.
Hubiese agua o no todos intentaron lanzarse a la piscina.
Sin respetar las propias exigencias del Tratado de Maastricht, todos los países que lo desearon entraron a formar parte de la moneda única, a pesar de que algunos de ellos incumplían manifiestamente las condiciones prefijadas, como el límite del 60% de la deuda pública sobre el PIB de cada país, tan relevante en los problemas actuales. Hubiese agua o no todos intentaron lanzarse a la piscina. Y agua, realmente no había.
Un hecho fundamental previo a la moneda única que debió constituirse en aviso determinante fue la quiebra del Sistema Monetario Europeo —SME— en los años 92 y 93, buen antecedente de lo que supone una moneda única en clave de la rigidez de las cotizaciones de las monedas. Apenas siete años antes de la implantación del euro, las leyes económicas habían dictado sentencia: no había condiciones para crear una moneda única. Algo que, por lo demás, habían dejado rotundamente claro los teóricos de las uniones monetarias: en el caso de Europa no se cumplían los requisitos mínimos para conformar una área económica con moneda única, con una fiscalidad compartimentada por países, condiciones sociales y laborales muy dispares, y la rigidez inevitable para la movilidad plena de la mano de obra entre países con lenguas, cultura y pasado singulares.
En una economía estatal, el mercado es único y la moneda es única, pero, a diferencia de lo que sucede en la zona euro, cada Estado dispone de un presupuesto que, con diferencias por países, es en todo caso enormemente más grande que el presupuesto comunitario de la UE, sirviendo éste para corregir los resultados distributivos del mercado, geográfica y personalmente. Aunque no son cifras comparables, los recursos del presupuesto de cada país representan entre un 40 y un 50% del PIB en los países de la unión, mientras que el presupuesto de la UE supera en poco el 1% del PIB y la mayor parte de sus gastos no tienen efectos redistributivos.
Sin divisa, sin política monetaria
La aparición del euro implicó dos hechos fundamentales en la historia económica de cada país. El primero es que desapareció el tipo de cambio como un instrumento esencial en manos de los gobiernos para mantener el equilibrio de sus economías en el marco internacional y, en el tiempo, un grado suficiente de competitividad. Los países más fuertes económicamente tenían una moneda que se revalorizara tendencialmente mientras que los países más débiles veían la suya depreciarse, pero con ese juego se mantenía un cierto equilibrio en los intercambios económicos entre los países.
La trayectoria de las distintas monedas europeas en los 30 años que precedieron a la implantación del euro, una vez que en 1971 estalló el sistema del patrón dólar con tipos de cambio fijos pero ajustables, no deja duda de lo forzado que fue crear el euro con respecto a la trayectoria histórica de cada una de las divisas europeas integradas en él. La crisis actual está determinada esencialmente por los efectos contundentes y desequilibradores de la moneda única en las balanzas de pagos de los países de la zona euro, unos acumulando grandes superávit, con Alemania como país dominante, y otros arrastrando déficits insoportables como Grecia, Portugal o nuestro país.
El segundo hecho trascendental es que los países perdían la soberanía de la política monetaria para transferirla al Banco Central Europeo. Sus medidas debían ser armoniosas con las necesidades de economías diferentes y que se iban a encontrar en situaciones coyunturales diversas, cosa que es objetivamente imposible. Aparte de que, como en toda institución política, los poderes realmente los detenta quien más poder económico tiene, y cabe referirse de nuevo a Alemania como cabeza visible de la dirección del BCE.
Todo el mundo pensó que la financiación llegaría sin problema
Creado el euro y conectados los mercados financieros, en una primera fase el problema de la financiación de las economías quedó relegado, pues los países con superávit debían colocar sus excedentes en los países con déficit, pero, y aquí ha erradicado uno de los más graves problemas del euro, todo el mundo pensó que la financiación llegaría sin problema y casi eternamente a los países deficitarios, sin atribuirle ninguna importancia al hecho de que se estaban endeudando de un modo acusado y que tarde o temprano la situación sería insostenible. La euforia reinante antes de la aparición de la crisis financiera internacional en el año 2008, cuando en septiembre quebró el banco norteamericano Lehman Brothers, está relacionada con estas facilidades de financiación que, repentinamente, se convirtieron en un grave problema. Con la crisis financiera, con los mercados financieros instalados en la desconfianza general y con la liquidez sin fluir, es cuando destaca la importancia que tuvo para cada país el abandono de su capacidad de crear la cantidad necesaria de moneda propia.
Al margen del hecho de la cesión de soberanía monetaria que, sumada a la otras muchos resortes perdidos con él neoliberalismo y el proyecto del mercado único, plantea la cuestión política esencial del valor de la soberanía de los pueblos frente a los poderes económicos, es fácil comprender que, disponiendo de una política monetaria propia, la crisis tendría mucha menos intensidad, pues ahora está ocurriendo que empresas y negocios viables y rentables desaparecen por la simple imposibilidad de lograr liquidez.
Ha surgido alguna polémica entre cómo enfrenta esta crisis Estados Unidos y cómo lo hace la Unión Europea, pero mientras aquél es un país con una moneda y una fiscalidad estatal, la zona euro es un conglomerado de países con moneda única pero fiscalidades y tesoros compartimentados. Estado Unidos, con independencia de otros aspectos que remiten a lo que podría llamarse la crisis del dólar, ajenos a los objetivos de este artículo, puede afrontar sus problemas con la coherencia que permite a un estado disponer de los principales resortes económicos. En la UE, por el contrario, la compartimentación fiscal impide tomar decisiones sobre la masa del dinero a crear por el Banco Central y las emisiones de deuda pública —los reclamados eurobonos, que tanta vana ilusión despiertan en la izquierda y la derecha— pues todo ello remite a necesidades de los países más débiles. Y el asunto de transferir o regalar dinero es altamente controvertido en los países de la zona euro, especialmente en los más fuertes, y en el seno de las instituciones comunitarias.
Crónica de una crisis anunciada
La crisis sobrevenida a la implantación del euro estaba cantada desde el inicio y, en todo caso, los datos que han ido acumulándose a lo largo de la primera década del nuevo siglo avisaban de que la evolución de los desequilibrios exteriores entre unas economías y otras llegaría a ser insostenible. Un caso extremo es el de Grecia, que desde el año 2000 al 2008 ha registrado déficits de la balanza por cuenta corriente superiores al 10% del PIB, acercándose en algún momento, como en 2007, al 15%. Casi tan dramático es el caso de Portugal, que llego a registrar en 2008 un déficit del 12,1% del PIB, tras déficits continuos a lo largo de la década. En nuestro país, los déficits han sido menos pronunciados, pero de una magnitud insostenible: en el 2007, del 10% del PIB y, en el 2008 y ya con la crisis financiera internacional declarada, del 9%.
Estas cifras son enormes, insólitas y expresión de una situación explosiva. Los muchos años sucesivos de déficit han arrastrado a algunas de las economías del euro a acumular una deuda frente al resto del mundo inmanejable y realmente impagable. Aquí está el núcleo de la crisis actual del euro.
Para ahondar en ello y facilitar la comprensión del significado de esta evolución, nuestro país es un ejemplo inmejorable. Antes del euro la economía española nunca registró un déficit de la balanza por cuenta corriente superior al 3,4% del PIB. Cuando se produjo la crisis del SME del 92-93 ese era el nivel de déficit alcanzado e hicieron falta cinco devaluaciones de la peseta para restaurar el equilibrio exterior. En 1998, a punto del nacimiento del euro, la economía española tenía unos pasivos brutos frente al exterior, es decir, compromisos de pago, como los préstamos, y exigencias o derechos, como acciones, que podían reclamar los residentes extranjeros a residentes españoles, de 540.000 millones de euros, aproximadamente el 100% del PIB en aquel año.
los pasivos brutos españoles se elevaron hasta los 2,3 billones de euros al final de 2010.
Desde 1999, cuando empieza a funcionar el euro y hasta 2010, es decir, en los 12 años de vigencia, los pasivos exteriores de la economía española se incrementaron en 750.000 millones de euros para financiar los correspondientes déficits por cuenta corriente de la balanza de pagos. Además, los agentes económicos españoles participaron activamente en la euforia financiera de la primera década del siglo XXI y, así, se endeudaron adicionalmente por casi otro billón de euros en este período, exactamente en 993.000 millones, para adquirir activos del resto del mundo. En este sentido, es significativa la actuación de las empresas multinacionales españolas en Latinoamérica y, muy probablemente, muchos engrosaron sus tenencias en paraísos fiscales. Como resultado, los pasivos brutos españoles acumulados a lo largo de toda la historia hasta 1998, que ascendían a los 540.000 millones mencionados, se elevaron hasta los 2,3 billones de euros al final de 2010, multiplicándose pues por más 4 en los últimos 12 años. De ellos, corresponden al sector privado 2 billones y el resto a las Administraciones Públicas.
Por supuesto, la posición exterior neta de la economía española es menos tenebrosa, pues, además de pasivos exteriores, los residentes españoles poseen activos frente al exterior. En 1998, los activos exteriores ascendían a 385.000 millones de euros, por lo que la magnitud de la posición deudora neta alcanzaba los 155.000 millones de euros, equivalentes al 29% del PIB.
En 2010, los activos exteriores eran de 1,4 billones de euros y la posición exterior neta negativa se cifraba en 900.000 millones de euros, el 85% del PIB. No obstante, hay que dejar muy claro que estas compensaciones o consolidación entre posiciones activas y pasivas tienen poco sentido económico, pues detrás de cada euro de pasivo hay un deudor —persona, agente o institución— que debe hacer frente a los correspondientes compromisos de pago —los intereses u otra rentas y las amortizaciones de aquellos pasivos con calendario de vencimiento— o las exigencias de liquidación y un poseedor de activos que espera cobrar.
Cualquier fallo o incertidumbre en dichos pagos ocasiona perturbaciones en los acreedores, que, a su vez y con frecuencia, lo son por ser deudores a su vez, en esa cadena interminable de activos y pasivos que la globalización financiera neoliberal ha montado. En suma, aunque no todos los pasivos brutos tienen el mismo grado de exigibilidad y los plazos de amortización se prolongan muy variablemente en el tiempo, el enorme volumen de deuda acumulada deja a la economía española en una situación de vulnerabilidad extrema. El caso de Grecia —o Portugal o Irlanda— no es más que un antecedente de lo que le acabará ocurriendo a la economía española, todo ello promovido por la implantación del euro.
La crisis financiera europea y la crisis del euro tienen pues un origen particular, sin perjuicio de que la explosión de la crisis financiera internacional fuera el desencadenante de la crisis europea. Estallada aquella, con los mercados de financiación cerrados, la solvencia de muchas instituciones socavada y la desconfianza implantada de modo general, era inevitable que se pusiera de manifiesto la gangrenada posición de algunos países de la zona euro. Con otras palabras, Europa ha gestado su propia crisis y esta tenía que emerger más pronto que tarde.
La solución imposible
La única vía para resolver de modo natural la crisis de la deuda europea consistiría en que los países deudores transformasen su posición deficitaria de la balanza de pagos en otra con superávit, de modo que, con el exceso de ingresos sobre pagos, fuesen liquidando paulatinamente las deudas acumuladas. Pero, aparte de la montaña acumulada de deuda, reflejada en los flujos de rentas de inversión de la propia balanza de pagos, esa transformación es imposible no sólo por la magnitud de los déficits sino porque los mismos ponen de manifiesto las carencias y debilidades de estas economías, que no solo no son lo suficientemente competitivas, sino que, además, están aplastadas por la existencia el euro, moneda común en los países en los que se concentran sus intercambios de bienes y servicios.
Sirva de ejemplo la propia economía española, donde, a pesar del hundimiento de la actividad, la demanda y la destrucción masiva de empleo, se registra, todavía en el año 2011, un déficit de balanza de pagos por cuenta corriente próximo al 5%. Es decir, esta vía «natural» de acabar con el problema del sobreendeudamiento está cegada o, dicho de otra manera, el problema de la deuda no tiene solución y, tarde o temprano, se pondrá de manifiesto que es impagable, con todo lo que ello significa de agitación en los mercados, inestabilidad financiera general, crisis profundísima de los países atrapados y riesgos de extensión de las complicaciones, pues ni los grandes países acreedores están a salvo de conmociones. Grecia es ya un espejo en el que rastrear y desentrañar lo que espera a otros países.
Algunos puntos polémicos
Tomando en consideración el cuadro descrito, previsible en sus aspectos fundamentales, no se concibe que sectores amplios y variados de la izquierda no se opusieran con firmeza a la construcción de la Europa de Maastricht. Tanto más cuanto que, junto a estos problemas de carácter estrictamente económico, se añadían las consecuencias políticas que la implantación de una moneda común tendría sobre los derechos sociales y las condiciones de vida de la mayoría de la población. Desde el momento en que se perdía la moneda propia como instrumento de preservación de la competitividad de la economía se ponían las bases para el acoso permanente a los salarios, la calidad del empleo, la fiscalidad progresiva, los servicios sociales, etc., todo lo que constituyen los ejes regresivos de la política neoliberal.
La moneda única era la clave de bóveda de un proyecto neoliberal
El argumento, aportado ahora como excusa y lamentable justificación cuando ha llegado la catástrofe, de que la moneda única era un paso decisivo para la construcción de una Europa socialmente homogénea y políticamente unida no resiste la menor prueba. Ningún hecho, en una Europa siempre en conflicto y cada vez más mercantilizada, alimentaba el supuesto de que tras la moneda única se avanzaría en la construcción de una Europa socialmente avanzada. Como ya he dicho, la moneda única era la clave de bóveda de un proyecto neoliberal, no el primer paso para construir una Europa federal socialista.
Además, muy pronto como lo reflejaba la evolución de la balanza de pagos, se pusieron de manifiesto los problemas que generaba el euro, pero todo ello se pasó por alto en la izquierda, por aquello del falso europeísmo y el objetivo de no disipar el estado embriagado en que vivía la sociedad. El neoliberalismo estaba en su apogeo, la izquierda entregada y las conciencias embrutecidas. Por si faltaban datos, a las primeras de cambio, la Europa de Maastricht no tendió a profundizarse y a corregir sus carencias, sino que se extendió hacia el Este, haciendo más compleja y disparatada y todavía menos gobernable su existencia.
La ceguera muy general de la izquierda tuvo una agravante más, pues en los países avanzados de Europa no se tomó en consideración los graves perjuicios que reportaría el euro a los países económicamente más atrasados. No se miró al conjunto resultante, sino que, con una visión muy corta, solo se valoraron las ventajas de una unión monetaria capitaneada por el prestigio de Alemania y, en menor grado, de Francia.
Como no podía ser de otra forma, con estos antecedentes han surgido debates sobre cómo afrontar la izquierda la crisis existente. Hasta ahora, pocos en la izquierda se están dando por enterados de su extrema gravedad o, por decirlo más claramente, de la insostenibilidad de la Europa de Maastricht. Se indican soluciones del tipo de la necesidad de que se emitan eurobonos, se culpabiliza a Alemania, se propone cambiar el estatus del Banco Central europeo, se sugieren avances en la fiscalidad común, etc. Y, en casi todos los casos, se apoya el «rescate» de los países con problemas: hoy Grecia, mañana de Portugal y luego…, como si correspondiera a la izquierda salvar al monstruo construido, cuyas consecuencias tan dramáticamente están sufriendo los trabajadores, amplias capas sociales y los sectores ciudadanos más desfavorecidos.
Se habla de los rescates sin pudor.
Y se habla de los rescates sin pudor, como si las ayudas que se prestan a los países para evitar la quiebra inmediata aliviarán su situación, cuando solo se trata de ganar tiempo para que los políticos actuales no tengan que cargar con la responsabilidad de declarar el fin de la Europa de Maastricht o no tengan que enfrentarse a explosiones económicas y sociales de dimensión y efectos incontrolados. Los rescates no son tales, pues los países siguen soportando una deuda a la que no pueden hacer frente. Lo que sí que es verdad es que ese ganar tiempo está siendo utilizado para limpiar en lo posible los balances de las instituciones privadas acreedoras, entre ellas los bancos alemanes y franceses, trasmitiendo la deuda a instituciones públicas —Banco Central Europeo, FMI, Fondo de Estabilización de la Comisión Europea— en una gigantesca operación de socializar las pérdidas.
Grecia es una avanzadilla del desastre que espera a otros países. Este «rescate», como en otros tiempos se impusieron los planes de ajustes estructurales del FMI, va acompañado de muy duras medidas de austeridad, de recortes de salarios, de acoso a los servicios públicos, en suma, de reformas sumamente reaccionarias. Pero todos estos atropellos a los derechos sociales y condiciones de vida de la mayoría de la población no han surtido ningún efecto favorable en la solución al problema de los países altamente endeudados de la imposibilidad de hacer frente a los compromisos de su deuda externa.
El caso español, más conocido en sus detalles por todos nosotros, ejemplifica perfectamente la inutilidad de los recortes como solución a la crisis. A partir de mayo de 2010, la serie de medidas y de contrarreformas emprendidas por el gobierno de Zapatero, a cual más rechazable, incluida nada menos que la de la constitución, no han impedido que la situación actual económica sea peor ahora que entonces, como lo pone de manifiesto la evolución del paro, la amenaza de una nueva recesión, la degradación de la llamada prima de riesgo del país y la inquietud creciente de que una catástrofe puede desencadenarse en cualquier momento.
Como se recordará, el profesor Krugman planteo hace algún tiempo un dilema para la economía española, u otras en situación análoga, consistente en afirmar: la solución a los problemas pasa por una devaluación de la moneda para encarecer importaciones y abaratar exportaciones y, de ese modo, ganar competitividad, cosa imposible en el marco de la unión monetaria, o por un ajuste interno de precios y salarios que tuviera las mismas consecuencias sobre los intercambios de bienes y servicios con el exterior. Aunque realmente no hay tal dilema, en la medida en que descartaba la desvinculación con el euro, creo que Krugman no está acertado en su análisis y propuestas.
En efecto, todas las medidas tomadas y recortes aplicados implican la política de ajuste interno recomendada por Krugman como alternativa a la devaluación, aunque no se diga de forma expresa. Acabo de mostrar que con ella no se ha avanzado un ápice en la solución de la crisis, sino todo lo contrario. Y es que devaluación o ajuste interno no son modos equivalentes de afrontar un desequilibrio exterior profundo.
La devaluación hace diana y afecta directamente a los precios de importaciones y exportaciones, que son decisivos para corregir un déficit de la balanza de pagos (no hay que olvidar, desde luego, el impacto que supone sobre la deuda externa), mientras que el ajuste interno implica la depresión económica, con toda probabilidad una redistribución regresiva de la renta, una alteración irregular de los precios relativos en el conjunto de la economía, producto de las condiciones de los mercados y las reacciones de los agentes económicos, y, finalmente, un impacto incierto e indirecto sobre los precios de los bienes y servicios intercambiados con el exterior, que sería el objetivo fundamental del mencionado ajuste interno. Todo hace pensar que el tal ajuste puede no tener fin, mientras las economías se hunden y las sociedades entran en crisis insondables, todo ello por evitar hacer algo tan sencillo como podría ser una devaluación si los países deficitarios no tuvieran el dogal del euro rodeando su cuello.
Europa al fondo
Un debate más profundo atrapa a la izquierda cuando lo que se aborda es qué proponer como proyecto de construcción europea a partir de la crisis actual. A riesgo de simplificar, parece que se decantan dos posiciones. La primera, envuelta en la bandera del internacionalismo, que sostiene que, aunque la Europa de Maastricht no es defendible, hay que impedir por todos los medios que la construcción europea sufra un retroceso que desarbolaría la idea de Europa. Desde lo ya edificado, hay que imponer un avance que nos conduzca a la Europa perseguida históricamente por la izquierda.
Esta posición, sustentada en una noción abstracta de Europa, es en mi opinión de una ingenuidad y de un irrealismo impropios de gentes que tienen concepciones materialistas de la historia y creen aún en la lucha de clases. La Europa de Maastricht no es reformable. Todos los cambios que se proponen dejan intactos los problemas genéticos de la Europa construida hasta ahora y no representan más que retoques de maquillaje de un proyecto elaborado y culminado bajo el dogmatismo neoliberal. Con una agravante adicional, los retoques no son posibles en la situación de profunda crisis que corroe a Europa y con las disensiones propias de una comunidad contrahecha y compuesta por países con problemas singulares: 27, si nos referimos a la UE, o los 17 que integran la zona del euro.
La Europa de Maastricht es genéticamente inviable.
Tan disparatada es la idea de recuperar Europa sin que se destruya la Europa de Maastricht que si, por arte de birlibirloque, repentina y misteriosamente se resolviera la actual crisis, desaparecieran las deudas, se recuperasen los equilibrios y volviéramos al año 1999, inmediatamente empezaría de nuevo a gestarse la siguiente crisis. Como he insinuado, la Europa de Maastricht es genéticamente inviable, su vida está condenada a sufrir conmociones continuas y a imponer un sufrimiento innecesario a los pueblos europeos.
Es natural y resulta comprensible que se tenga horror al vacío, a la situación que puede sobrevenir cuando se rompa el euro tal como está configurado en la actualidad, ya sea por una ruptura traumática o por la salida de algunos de los países periféricos. Pero, desde el punto de vista político de la izquierda, no cabe rehuir el envite y proponer salidas inviables. Nadie rechazaría un conjunto de reformas que hicieran de la Europa del euro un ámbito, económicamente, más articulado, gobernable y equilibrado, socialmente, más armonioso e igualitario y, objetivamente, menos agresivo. Pero es preciso reconocer que no hay condiciones para ello.
Por un lado, la izquierda no tiene un proyecto acabado alternativo ni siquiera unas propuestas parciales compartidas. Y la izquierda serían las fuerzas progresistas de 27 ó 17 países. En ellos, por otro lado, la relación de fuerzas y la lucha de clases presentan tal variedad de situaciones que pensar en soluciones globales, de conjunto para Europa, significa despreciar las condiciones objetivas sobre las que basar propuestas posibles. Es tal la complejidad del mapa político europeo, que pensar en un proyecto reformista es una quimera, más si se toman en cuenta los enormes problemas que la crisis ya ha generado y la sima que se abre a nuestros pies.
Postular la reforma de la Europa de Maastricht es, a mi entender, evadir los deberes políticos que la izquierda tiene que asumir ante la tenebrosa situación económica y financiera existente y la desolación social que ha atrapado a una parte importante de la población europea.
¿Qué significa todo lo anterior? Pues que hay una segunda posición que la expongo con claridad: si se comprende y admite que el euro es un proyecto contrahecho desde el punto de vista económico y perverso desde el punto de vista social, que todavía no ha dado de sí todo su capacidad destructiva, corresponde a la izquierda tratar de desmantelarlo e impedir que siga arrastrando a los pueblos europeos al abismo. Ante la imposibilidad de dar respuestas que impliquen al conjunto de los países, cada uno de ellos debe intentar, dependiendo de las circunstancias y de las fuerzas del movimiento obrero y del resto de los movimientos y organizaciones de izquierda, escapar de las garras del euro. Incapaces de imponer una concepción distinta de la construcción europea a la del neoliberalismo imperante, la tarea es romper la cadena que maniata a los pueblos europeos por sus eslabones más de débiles.
Este objetivo estratégico no oculta las muchas dificultades que pueden surgir con la ruptura o el desenganche del euro, ni elimina otros elementos de la lucha de clases, ni agota los debates sobre la construcción europea y más allá de ello, sobre el destino de globalización capitalista.
Romper con el euro implica necesariamente plantearse la cuestión del inmenso volumen de deuda externa que tienen acumulado los países periféricos y que desde ahora se sabe que es imposible de pagar. El tema abre una gran e inabarcable casuística, pero los criterios que puedan fijarse para clasificar la deuda no pasan en mi opinión por empantanarse en reconocer a una deuda como legítima y a otra parte como «odiosa», según proponen algunos sectores de la izquierda. Ello sin perjuicio de que en algunos países cabe la distinción —Irlanda— porque los fondos obtenidos del reciente crecimiento desmesurado de la deuda pública ha ido destinado a sanear a los bancos, y sin perjuicio también de lo que pueda suceder en el futuro en unos momentos en los que la recapitalización del sistema financiero europeo está sobre el tapete, urge y tendrá que ser masiva.
Las dificultades enormes que existen y que pueden agravarse para imponer medidas progresistas no pueden acallar las reivindicaciones, las protestas y la lucha de clases. Aun cuando un país esté en quiebra por la magnitud de su deuda y la imposibilidad de atender los compromisos que de ella se derivan hay márgenes muy amplios para acometer reformas significativas de gran incidencia social. Por ejemplo, el objetivo de llevar a cabo una reforma fiscal progresista, de combatir el fraude fiscal, de defender los servicios públicos, de impedir que se degrade la protección a los parados, etc. etc. Todo lo que está a la orden del día en las reivindicaciones de los ciudadanos.
Por último añadir que hay debates de sumo interés, como el de la «desmundialización», la vuelta al reforzamiento de los Estados y la recuperación de los instrumentos de soberanía, y hasta el proteccionismo. La crisis europea debe ser un acicate para debatir y tomar posiciones sobre cómo afrontar y combatir desde la izquierda la degeneración en que la globalización capitalista ha sumergido a la humanidad.
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