18 de marzo de 2013
Javier Flores
Periódico La Jornada
Opinión
El 18 de marzo de 1938
el general Lázaro Cárdenas del Río aplicó la Ley de Expropiación (1936) a
las compañías extranjeras que explotaban uno de nuestros más preciados
recursos naturales. Esta medida permitiría el nacimiento de una
industria nacional en la que durante varias décadas se ha sustentado el
desarrollo de nuestro país. Hoy, en el aniversario de este
acontecimiento, se prepara una nueva reforma en el sector energético
(esta vez de carácter constitucional) que nuevamente pone en tensión a
todos los mexicanos, pues mientras para algunos representa la
oportunidad de modernizar a Petróleos Mexicanos (Pemex) y hacerla más
eficiente, para otros significa la privatización de los recursos
energéticos que habían sido rescatados por el gobierno cardenista.
Tuve la oportunidad de leerlo y en mi opinión se trata de un documento que se caracteriza por su ambigüedad, pues se colocan en un mismo plano aspectos muy positivos para el desarrollo del país con otros que efectivamente apuntan a la privatización. Así, se propone hacer más eficiente el consumo de energía, democratizar sus beneficios apoyando a la población menos favorecida, avanzar hacia la transición energética mediante desarrollo de fuentes renovables de energía, la protección del medio ambiente, el combate a los efectos del cambio climático y expresa, en suma, una preocupación por el bienestar de los mexicanos.
Pero al mismo tiempo, en casi todos sus apartados prevé medidas para incentivar a las empresas y promover la participación del sector privado y la entrada de operadores independientes en prácticamente todas las áreas, como en los proyectos de ahorro de energía y aprovechamiento de energías renovables; el incremento de la cobertura y diversificación de la oferta de energéticos; la ampliación de la infraestructura en el sector; el suministro de energía; la creación de infraestructura para el transporte de gas, entre muchas otras.
La ambigüedad a la que me refiero hace posible que, de ser aprobado tal como está, el documento sirva de antecedente y punto de apoyo para la reforma constitucional en puerta, con lo que tendremos una reforma ambigua que dé lugar a cualquier cosa, o bien una que se apoye preferentemente en alguno de los dos aspectos señalados, es decir, modernizar y hacer más eficiente al sector energético conservando la propiedad de la nación sobre este recurso; o bien, hacerlo a partir de la apertura al sector privado en todos los frentes. A pesar de su aspecto plano y aséptico, me parece que el documento no deja lugar a dudas sobre la construcción de una plataforma que pueda servir de respaldo a la segunda opción, lo que permite anticipar también que en torno a la reforma se avecinan importantes conflictos de carácter social.
Los institutos de investigación del sector energético han sido sometidos por décadas a la penuria económica. En el presupuesto de egresos de 2013, representan sólo 9.5 por ciento del total del gasto nacional en ciencia, tecnología e innovación. El Instituto Mexicano del Petróleo (al que incluso se quería desaparecer el sexenio pasado) tiene un presupuesto de apenas 5 mil millones de pesos, que es a todas luces insuficiente para hacer frente a las necesidades que plantea el documento citado.
Eso significa que los cambios que se proponen estarán basados necesariamente en la adquisición de tecnología extranjera mediante acuerdos de cooperación o cogeneración con características que desconocemos. Sería lamentable que la transformación del sector energético no esté acompañada del desarrollo de la ciencia, la tecnología y la innovación en nuestro país que permita acompañar la transformación de este sector.
Así, la reforma energética parece dirigirse no sólo a la privatización, sino a algo que en el siglo XXI puede ser todavía más grave: la dependencia científica y tecnológica permanente de nuestro país frente al extranjero.
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