Don Raúl Vera y los derechos humanos
Miguel Angel Granados Chapa
A su regreso de Noruega, donde hace una semana recibió el Premio Rafto, la agenda de don Raúl Vera lo esperaba muy apretada. Se contaba con su presencia en dos actos simultáneos el jueves 11, en la Ciudad de México, y uno más el viernes 12, en Saltillo, la sede de su diócesis.
El 7 de noviembre recibió el Premio Rafto, en el Teatro Nacional de la ciudad noruega de Bergen. El jueves 11, a las 9:00 de la mañana, se instaló la Comisión Civil de Seguimiento de los Acuerdos SME-Gobierno Federal, de la que el prelado es miembro eminente. En el Senado, a la misma hora y el mismo día, se efectuó la primera sesión del Grupo de Trabajo de Participación Ciudadana, Capítulo México, de la Organización Mundial de Parlamentarios contra la Corrupción.
Y es que el senador Ricardo García Cervantes, quien encabeza ese capítulo, decidió que fuera la Familia Pasta de Conchos –una de las iniciativas más sentidas por el obispo de Saltillo– la que se presentara a hablar sobre la situación de la minería de carbón en Coahuila. Abordar en tribuna el caso de Pasta de Conchos costó a García Cervantes una burda reconvención del subsecretario del Trabajo Álvaro Castro, quien perdió –al menos formalmente– esa posición ante la severa respuesta institucional del Senado, que declaró inadmisible el reproche a uno de sus miembros sobresalientes y consiguió una rectificación de dientes para afuera del secretario Javier Lozano, cuya postura ante los deudos de la tragedia –crimen, mejor dicho– del 19 de febrero de 2006 estuvo claramente reflejada, en estilo y contenido, en la admonición del subsecretario al legislador.
El viernes 12 don Raúl Vera presidió, en la capital de Coahuila, una reunión organizada por muchos de sus feligreses para darle la bienvenida, en un acto que sería aprovechado para entablar un “diálogo sobre derechos humanos en México”. La organización corrió a cargo del Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, otra de las fundaciones del dominico que se graduó como ingeniero químico antes de ingresar a la Orden de Predicadores. Ya antes, en 1988, había fundado un centro de asistencia social, “la primera de varias instituciones que ha apoyado para asistir a gente pobre y marginada”, según informó a su auditorio la presidenta del Comité Rafto, Siri Gioppen.
Ese comité discierne desde 1987 el premio que lleva el nombre de Thoroft Rafto, un activista que antes de la caída del Muro y la disolución del campo socialista dedicó su esfuerzo a apoyar a disidentes en países sometidos al autoritarismo en Europa Oriental y en la Unión Soviética misma. A su muerte, y establecido el premio que lleva su nombre, los continuadores de su obra juzgaron necesario orientar a otras regiones del mundo su atención y, con la suya, la de vastos sectores de la opinión mundial que confían en los criterios humanitarios de esa organización noruega.
También ha tenido confianza en el Comité Rafto el correspondiente del Premio Nobel de la Paz. En cuatro ocasiones ya, recipiendarios del Rafto lo fueron después del Nobel, por la coincidencia en los principios que rigen la asignación de las respectivas preseas.
La primera persona colocada en esa situación fue la activista birmana Aung San Suu Kyi, quien recibió el Nobel en 1991. Mucho antes de entonces y aun hoy mismo ha pugnado por el cese del autoritarismo militar en su patria, Myanmar (antes Birmania), para abrir paso a la democracia. Cinco años después fue galardonado con el Nobel José Manuel Ramos-Horta, quien encabezó la lucha del pueblo de Timor Oriental por sacudirse el dominio de Indonesia, que debió retirarse de aquella isla –cuya población es de ascendencia portuguesa en el océano Índico– a causa del movimiento de opinión mundial en torno a Ramos-Horta, tras recibir los premios Rafto y Nobel.
En el año 2000 el premio discernido por el comité respectivo del Parlamento Noruego, en cumplimiento de las instrucciones de Alfred Nobel, fue otorgado a Kim Dae-jung, líder de la resistencia al militarismo autoritario en Corea del Sur, que llegó a ser presidente de esa república y desde entonces aboga por la reconciliación de las dos porciones en que la Guerra Fría dividió a Corea. En 2003, el Nobel fue para Shirin Ebadi, la legendaria juez iraní destituida de su cargo por su interpretación de las leyes islámicas en beneficio de la mujer y que como abogada ha luchado por la causa de las mujeres en una sociedad opresora. Además de su activismo civil, escribió el libro La jaula de oro, un alegato por la convivencia de formas diferentes de vivir el Islam.
A perfiles como esos corresponde ahora el del obispo de Saltillo. Así lo definió Siri Gioppen al hacer la semblanza del premiado este año con el Rafto: “Hay una clase de personas, muy escasas, que son referencia moral y cuya integridad constante les prepara a defender lo que consideran correcto sin hacer caso al riesgo personal que corran”. La oradora mencionó el paso de don Raúl por Chiapas y no pudo omitir una mención a don Samuel Ruiz, el hoy obispo emérito de San Cristóbal de las Casas. El dominico Vera había sido enviado a esa diócesis como adjunto con derecho a sucesión. Ignorantes quienes lo nombraron de su reciedumbre y sensibilidad humana, esperaron de él que acotara al obispo cuya pastoral indígena, cuya opción por los desvalidos irritaba al poder vaticano, y que al reemplazarlo desmontara su obra. La conversión vivida por don Raúl lo llevó hacia rumbos opuestos a los imaginados por sus promotores, que decidieron trasladarlo al norte, con la suposición de que, no habiendo allí indígenas con los cuales identificarse, el obispo se acomodaría al tradicional molde episcopal.
Nuevo mal cálculo. Don Raúl ha ejercido sus convicciones en varios campos. Lo preocupa la suerte de los migrantes hacia Estados Unidos, una corriente de los cuales pasa por Coahuila. Ha establecido dos centros de refugio para ese efecto: el de Saltillo, llamado Belén, ha atendido a 40 mil personas. Junto con esa atención a los seres humanos concretos, el obispo Vera es un activista en pro del reconocimiento de la dignidad humana de los migrantes, en pos de que se adopten políticas gubernamentales que en vez de perseguirlos los apoyen.
En lo que hace a la drogadicción y la violencia, ya no adosada sino consustancial al tráfico de estupefacientes, según explicó la humanitarista noruega, “el obispo Vera comparte la preocupación del gobierno por el poder y la violencia de los cárteles de la droga, pero critica sus métodos. No solucionan los problemas y debilitan la ley en vez de confirmarla”.
También preocupa a don Raúl “la exclusión social de los homosexuales, incluso por la misma Iglesia”. Para oponerse a ella apoya “la comunidad de San Egidio en Saltillo, (que) ofrece guía espiritual a jóvenes de toda orientación sexual, y don Raúl trabaja para promover su dignidad y sus derechos humanos”.
Como don Raúl, sin necesariamente conocerla, practica la máxima del obispo sudafricano y premio Nobel Desmond Tutu (“si usted permanece neutral en situaciones de injusticia, usted ya tomó partido por el opresor”), no ha vacilado en apoyar a las víctimas de la codiciosa e infame minería del carbón en Coahuila, a partir de la muerte de 65 personas en la mina de Pasta de Conchos hace más de cuatro años. De ser un obispo convencional, se hubiera amistado con los dueños de las minas y las acerías de la región norte del estado, en vez de enrostrarles su insensibilidad y sus violaciones a la ley.
Sin falsa modestia, el obispo dominico reconoció la proyección que el Premio Rafto da en el mundo, sobre todo en las civilizadas sociedades del norte de Europa, a la situación mexicana. Dijo al concluir sus palabras el domingo pasado que acaso la Fundación Rafto pudo haberse equivocado al elegir a una persona no adecuada para el premio 2010, “pero no se equivocó en elegir a México para denunciar ante la comunidad internacional la terrible situación de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, de parte del gobierno, contra hombres y mujeres, ciudadanos de nuestro país”. l
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A su regreso de Noruega, donde hace una semana recibió el Premio Rafto, la agenda de don Raúl Vera lo esperaba muy apretada. Se contaba con su presencia en dos actos simultáneos el jueves 11, en la Ciudad de México, y uno más el viernes 12, en Saltillo, la sede de su diócesis.
El 7 de noviembre recibió el Premio Rafto, en el Teatro Nacional de la ciudad noruega de Bergen. El jueves 11, a las 9:00 de la mañana, se instaló la Comisión Civil de Seguimiento de los Acuerdos SME-Gobierno Federal, de la que el prelado es miembro eminente. En el Senado, a la misma hora y el mismo día, se efectuó la primera sesión del Grupo de Trabajo de Participación Ciudadana, Capítulo México, de la Organización Mundial de Parlamentarios contra la Corrupción.
Y es que el senador Ricardo García Cervantes, quien encabeza ese capítulo, decidió que fuera la Familia Pasta de Conchos –una de las iniciativas más sentidas por el obispo de Saltillo– la que se presentara a hablar sobre la situación de la minería de carbón en Coahuila. Abordar en tribuna el caso de Pasta de Conchos costó a García Cervantes una burda reconvención del subsecretario del Trabajo Álvaro Castro, quien perdió –al menos formalmente– esa posición ante la severa respuesta institucional del Senado, que declaró inadmisible el reproche a uno de sus miembros sobresalientes y consiguió una rectificación de dientes para afuera del secretario Javier Lozano, cuya postura ante los deudos de la tragedia –crimen, mejor dicho– del 19 de febrero de 2006 estuvo claramente reflejada, en estilo y contenido, en la admonición del subsecretario al legislador.
El viernes 12 don Raúl Vera presidió, en la capital de Coahuila, una reunión organizada por muchos de sus feligreses para darle la bienvenida, en un acto que sería aprovechado para entablar un “diálogo sobre derechos humanos en México”. La organización corrió a cargo del Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios, otra de las fundaciones del dominico que se graduó como ingeniero químico antes de ingresar a la Orden de Predicadores. Ya antes, en 1988, había fundado un centro de asistencia social, “la primera de varias instituciones que ha apoyado para asistir a gente pobre y marginada”, según informó a su auditorio la presidenta del Comité Rafto, Siri Gioppen.
Ese comité discierne desde 1987 el premio que lleva el nombre de Thoroft Rafto, un activista que antes de la caída del Muro y la disolución del campo socialista dedicó su esfuerzo a apoyar a disidentes en países sometidos al autoritarismo en Europa Oriental y en la Unión Soviética misma. A su muerte, y establecido el premio que lleva su nombre, los continuadores de su obra juzgaron necesario orientar a otras regiones del mundo su atención y, con la suya, la de vastos sectores de la opinión mundial que confían en los criterios humanitarios de esa organización noruega.
También ha tenido confianza en el Comité Rafto el correspondiente del Premio Nobel de la Paz. En cuatro ocasiones ya, recipiendarios del Rafto lo fueron después del Nobel, por la coincidencia en los principios que rigen la asignación de las respectivas preseas.
La primera persona colocada en esa situación fue la activista birmana Aung San Suu Kyi, quien recibió el Nobel en 1991. Mucho antes de entonces y aun hoy mismo ha pugnado por el cese del autoritarismo militar en su patria, Myanmar (antes Birmania), para abrir paso a la democracia. Cinco años después fue galardonado con el Nobel José Manuel Ramos-Horta, quien encabezó la lucha del pueblo de Timor Oriental por sacudirse el dominio de Indonesia, que debió retirarse de aquella isla –cuya población es de ascendencia portuguesa en el océano Índico– a causa del movimiento de opinión mundial en torno a Ramos-Horta, tras recibir los premios Rafto y Nobel.
En el año 2000 el premio discernido por el comité respectivo del Parlamento Noruego, en cumplimiento de las instrucciones de Alfred Nobel, fue otorgado a Kim Dae-jung, líder de la resistencia al militarismo autoritario en Corea del Sur, que llegó a ser presidente de esa república y desde entonces aboga por la reconciliación de las dos porciones en que la Guerra Fría dividió a Corea. En 2003, el Nobel fue para Shirin Ebadi, la legendaria juez iraní destituida de su cargo por su interpretación de las leyes islámicas en beneficio de la mujer y que como abogada ha luchado por la causa de las mujeres en una sociedad opresora. Además de su activismo civil, escribió el libro La jaula de oro, un alegato por la convivencia de formas diferentes de vivir el Islam.
A perfiles como esos corresponde ahora el del obispo de Saltillo. Así lo definió Siri Gioppen al hacer la semblanza del premiado este año con el Rafto: “Hay una clase de personas, muy escasas, que son referencia moral y cuya integridad constante les prepara a defender lo que consideran correcto sin hacer caso al riesgo personal que corran”. La oradora mencionó el paso de don Raúl por Chiapas y no pudo omitir una mención a don Samuel Ruiz, el hoy obispo emérito de San Cristóbal de las Casas. El dominico Vera había sido enviado a esa diócesis como adjunto con derecho a sucesión. Ignorantes quienes lo nombraron de su reciedumbre y sensibilidad humana, esperaron de él que acotara al obispo cuya pastoral indígena, cuya opción por los desvalidos irritaba al poder vaticano, y que al reemplazarlo desmontara su obra. La conversión vivida por don Raúl lo llevó hacia rumbos opuestos a los imaginados por sus promotores, que decidieron trasladarlo al norte, con la suposición de que, no habiendo allí indígenas con los cuales identificarse, el obispo se acomodaría al tradicional molde episcopal.
Nuevo mal cálculo. Don Raúl ha ejercido sus convicciones en varios campos. Lo preocupa la suerte de los migrantes hacia Estados Unidos, una corriente de los cuales pasa por Coahuila. Ha establecido dos centros de refugio para ese efecto: el de Saltillo, llamado Belén, ha atendido a 40 mil personas. Junto con esa atención a los seres humanos concretos, el obispo Vera es un activista en pro del reconocimiento de la dignidad humana de los migrantes, en pos de que se adopten políticas gubernamentales que en vez de perseguirlos los apoyen.
En lo que hace a la drogadicción y la violencia, ya no adosada sino consustancial al tráfico de estupefacientes, según explicó la humanitarista noruega, “el obispo Vera comparte la preocupación del gobierno por el poder y la violencia de los cárteles de la droga, pero critica sus métodos. No solucionan los problemas y debilitan la ley en vez de confirmarla”.
También preocupa a don Raúl “la exclusión social de los homosexuales, incluso por la misma Iglesia”. Para oponerse a ella apoya “la comunidad de San Egidio en Saltillo, (que) ofrece guía espiritual a jóvenes de toda orientación sexual, y don Raúl trabaja para promover su dignidad y sus derechos humanos”.
Como don Raúl, sin necesariamente conocerla, practica la máxima del obispo sudafricano y premio Nobel Desmond Tutu (“si usted permanece neutral en situaciones de injusticia, usted ya tomó partido por el opresor”), no ha vacilado en apoyar a las víctimas de la codiciosa e infame minería del carbón en Coahuila, a partir de la muerte de 65 personas en la mina de Pasta de Conchos hace más de cuatro años. De ser un obispo convencional, se hubiera amistado con los dueños de las minas y las acerías de la región norte del estado, en vez de enrostrarles su insensibilidad y sus violaciones a la ley.
Sin falsa modestia, el obispo dominico reconoció la proyección que el Premio Rafto da en el mundo, sobre todo en las civilizadas sociedades del norte de Europa, a la situación mexicana. Dijo al concluir sus palabras el domingo pasado que acaso la Fundación Rafto pudo haberse equivocado al elegir a una persona no adecuada para el premio 2010, “pero no se equivocó en elegir a México para denunciar ante la comunidad internacional la terrible situación de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, de parte del gobierno, contra hombres y mujeres, ciudadanos de nuestro país”. l
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