La revolución olvidada

Marco Rascón
Crecimos y fuimos formados bajo los discursos de la Revolución Mexicana que nos daría todo; que creyendo en quienes la habían institucionalizado, el futuro estaría asegurado para nosotros y nuestros hijos.

En el campo, los agrarios, organizados para votar y ya no para producir; en la industria, los obreros acuerpados en aquel Estado encarnado cada sexenio por un presidente que representaba la unidad nacional y un solo partido, que por identidad tenía los colores de la bandera nacional, para que nadie se confundiera.

Fueron ellos mismos los que, contradiciendo en los hechos su propio discurso, sus propias leyes escritas y no escritas, decidieron que aquellos discursos ya no servían y los postulados de aquella Revolución eran un obstáculo; entonces se empezó a tejer una cortina de humo contra lo que había sido la ideología gubernamental: el nacionalismo revolucionario priísta, que no fue transformado ni evolucionado, sino liquidado.

A 100 años del Plan de San Luis lanzado por Francisco I. Madero contra el régimen de Porfirio Díaz, el país de nuevo estalla. La política se desacredita por los políticos que con las viejas herramientas de la demagogia, el clientelismo, el contratismo, los subsidios, las complicidades palaciegas, las maniobras de la vieja usanza, quieren arreglar los problemas de un país que ellos mismos ya no conocen, que se les fue de las manos, que trae perdida su identidad ante el mundo. De ser pretendidamente líderes de los países No Alineados en la década de 1970, ahora somos el país más alineado que hace que hasta los estados de la unión del norte ejerzan mayor autodeterminación frente a su federalismo, que nosotros los mexicanos, encargados de cuidar sus fronteras.

Para esto nos diseñaron “la transición” pactada en algún rincón del poder, donde la alternancia política en la Presidencia, estados y municipios se hizo moneda corriente, a cambio de que la política económica no cambiara nada.

Quien hizo esto fue en principio el PRI, que puso los cimientos del país que ahora tenemos. Fue el PRI que cambió el discurso de la Revolución Mexicana, por el de la modernización bajo los nuevos principios. Cambiamos alternancia política como sinónimo de democracia a cambio de destruir las instituciones de bienestar social y las palancas de nuestro desarrollo económico interno; a cambio de transformar nuestros conceptos contra la pobreza como una tarea nacional incumplida de la Revolución a una idea filantrópica para apaciguar las contradicciones con despensas, repartos de dineros para fortalecer el consumo de los monopolios.
Los modernizadores privatizaron estructuras e industrias, pero no abrieron. El capitalismo que heredamos ni siquiera fue un capitalismo basado en la competencia y el riesgo empresarial, sino en los monopolios claramente prohibidos en la Constitución, pero que ahora son la base de esta dictadura apoderada de la política, la comunicación, la legalidad y las decisiones. Esto condujo a que México se convirtiera en el paraíso de los contubernios y el delito. La compenetración entre política y delito es cada vez mayor, y se ha hecho un nuevo divorcio entre sociedad y la fuerza pública, entre legalidad e ilegalidad.

Treinta mil muertos, mayoritariamente jóvenes, derivados de una violencia gestada no ahora, sino desde hace años, hicieron que el asombro se volviera rutina y, definida como una “guerra”, se convocó a la unidad nacional en torno a ella como complemento del enfrentamiento que se vive en la política y donde todos se dicen salvadores, cuando todos son los principales culpables de lo que hoy somos.

A 100 años de una de las revoluciones más importantes del siglo XX nuestros postulados son el atraso, la apatía, la vieja demagogia priísta, ahora extendida a toda la política. La transición se hizo, igualándonos a los principios del priísmo, luego de que la alternativa se había forjado, precisamente rompiendo con lo que significaba el PRI desviado e institucionalizado.

Si a geometría política nos atenemos, el PRI es la representación de la gran derecha a la que desde 2006 los protagonistas políticos centrales han favorecido para restaurarse. Los responsables de enterrar al viejo régimen sometieron el futuro del país a su corta visión personalista y ahora se identifican por no aceptar ningún cambio en su estrategia, aunque la realidad les grite en la cara. A 100 años de la Revolución, el país tiene también mala suerte.

Han cambiado tanto las cosas, que los 100 años de la revolución ahora ya no se celebra el 20 de noviembre, sino el 15. El desfile ya no es deportivo y social para enseñar los avances en salud, alimentación o empleo, sino para enseñar el armamento que no ha disuadido a los promotores de la violencia.

A 100 años de ese gran acontecimiento, que marcó la entrada de México en el siglo XX y sus luces, sigue habiendo búsquedas; ya no se trata de si gana uno u otro personaje con votaciones ridículas y con gran abstención ciudadana. No es un tema de personalismo, sino de principios, ética y convicciones colectivas.

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