México: Eufemismos de la realidad
jueves 10 de noviembre de 2011
LA JORNADA
De acuerdo con datos dados a conocer ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la inflación anualizada alcanzó 3.20 por ciento en octubre, apenas por arriba de las estimaciones realizadas por el Banco de México (3 por ciento).
La cifra referida acusa, de entrada, un sesgo estadístico derivado del cambio, a principios de este año, en la metodología empleada para calcular el Índice Nacional de Precios al Consumidor; dicha modificación consistió en reducir el número de productos tomados en cuenta para la elaboración del indicador y derivó, en automático, en un ajuste a la baja en las estadísticas inflacionarias. Pero aun sin considerar esa distorsión, resulta arduo sostener que los resultados difundidos ayer por el Inegi reflejen una realidad caracterizada por el incremento generalizado en el precio de los productos básicos, por la volatilidad de las cotizaciones internacionales de los alimentos y por la aplicación de políticas gubernamentales con innegables componentes inflacionarios, como el incremento sistemático en el precio de los combustibles y la reducción de los subsidios a las tarifas eléctricas.
Tales inconsistencias, por lo demás, no son excepcionales, sino que forman parte de un patrón en el que las cifras oficiales terminan por volverse –ya sea por mediciones erráticas o por el empleo de categorías engañosas– eufemismos de la realidad. Como botón de muestra baste citar la tasa de desocupación en el país que, según el propio Inegi, se ubicó en 5.68 por ciento de la población económicamente activa en septiembre –casi cinco puntos porcentuales menos que en Estados Unidos, donde el desempleo alcanzó 9.1 por ciento–. El dato encierra una distorsión, por cuanto no incorpora situaciones de desempleo que son catalogadas, en cambio, como subempleo e informalidad, y colisiona, además, con el sentir generalizado de que la oferta laboral en el país es mucho más precaria e insuficiente que en la nación vecina del norte: al fin de cuentas, y a contrapelo de lo que podría inferirse de las estadísticas oficiales, miles de mexicanos continúan cruzando diariamente la frontera hacia Estados Unidos con la esperanza de acceder a alguna forma de trabajo remunerado y, en consecuencia, a condiciones de vida mejores que las que encuentran en México.
Algo similar a lo anterior ocurrió durante el sexenio pasado, cuando el gobierno federal, carente de capacidad o de voluntad política para combatir la pobreza en los hechos, se dedicó a borrarla de las cifras oficiales mediante la redefinición de los criterios hasta entonces empleados para elaborar las estadísticas correspondientes, y con ello dejó fuera del conteo a buena parte de los pobres del país.
Pero las cuestionables mediciones oficiales no son, por desgracia, los únicos elementos de distorsión de la realidad puestos en práctica por el gobierno en turno. El pasado lunes, al inaugurar la Semana Nacional de la Pequeña y la Mediana Industria, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, criticó a los gobiernos federales de la década de los 80 que “empezaron a tomar deudas y deudas, sin rendir cuentas a nadie, hasta que un día esas deudas se hicieron impagables”. Tales aseveraciones han de ser contrastadas con el vertiginoso incremento de los débitos totales del sector público federal, que en el más reciente año crecieron a razón de mil 667 millones de pesos diarios, según cifras de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público; semejantes números permiten ponderar el peligroso crecimiento de un fenómeno que en otras épocas, en efecto, llevó al país a escenarios de pesadilla y que hoy, sin embargo, es soslayado en el discurso oficial.
Cuando las autoridades hacen frente a los problemas socioeconómicos de un país mediante cifras maquilladas o con la intervención de conceptos engañosos, las consecuencias suelen ser catastróficas. El gobierno federal debiera verse reflejado en el espejo de Grecia, cuyos gobiernos falsearon, durante años, datos sobre la deuda y el déficit públicos, y alimentaron, con ello, la gestación de una crisis económica que ha devenido tragedia social e inestabilidad política. A la larga, resulta mucho más conveniente –y ético– el ejercicio de una estricta transparencia en los datos oficiales, pues es a partir de ellos que el propio gobierno formula diagnósticos y diseña políticas públicas; la carencia de cifras consistentes con las realidades sociales equivale, en consecuencia, a pilotar un avión con los instrumentos alterados.
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LA JORNADA
De acuerdo con datos dados a conocer ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la inflación anualizada alcanzó 3.20 por ciento en octubre, apenas por arriba de las estimaciones realizadas por el Banco de México (3 por ciento).
La cifra referida acusa, de entrada, un sesgo estadístico derivado del cambio, a principios de este año, en la metodología empleada para calcular el Índice Nacional de Precios al Consumidor; dicha modificación consistió en reducir el número de productos tomados en cuenta para la elaboración del indicador y derivó, en automático, en un ajuste a la baja en las estadísticas inflacionarias. Pero aun sin considerar esa distorsión, resulta arduo sostener que los resultados difundidos ayer por el Inegi reflejen una realidad caracterizada por el incremento generalizado en el precio de los productos básicos, por la volatilidad de las cotizaciones internacionales de los alimentos y por la aplicación de políticas gubernamentales con innegables componentes inflacionarios, como el incremento sistemático en el precio de los combustibles y la reducción de los subsidios a las tarifas eléctricas.
Tales inconsistencias, por lo demás, no son excepcionales, sino que forman parte de un patrón en el que las cifras oficiales terminan por volverse –ya sea por mediciones erráticas o por el empleo de categorías engañosas– eufemismos de la realidad. Como botón de muestra baste citar la tasa de desocupación en el país que, según el propio Inegi, se ubicó en 5.68 por ciento de la población económicamente activa en septiembre –casi cinco puntos porcentuales menos que en Estados Unidos, donde el desempleo alcanzó 9.1 por ciento–. El dato encierra una distorsión, por cuanto no incorpora situaciones de desempleo que son catalogadas, en cambio, como subempleo e informalidad, y colisiona, además, con el sentir generalizado de que la oferta laboral en el país es mucho más precaria e insuficiente que en la nación vecina del norte: al fin de cuentas, y a contrapelo de lo que podría inferirse de las estadísticas oficiales, miles de mexicanos continúan cruzando diariamente la frontera hacia Estados Unidos con la esperanza de acceder a alguna forma de trabajo remunerado y, en consecuencia, a condiciones de vida mejores que las que encuentran en México.
Algo similar a lo anterior ocurrió durante el sexenio pasado, cuando el gobierno federal, carente de capacidad o de voluntad política para combatir la pobreza en los hechos, se dedicó a borrarla de las cifras oficiales mediante la redefinición de los criterios hasta entonces empleados para elaborar las estadísticas correspondientes, y con ello dejó fuera del conteo a buena parte de los pobres del país.
Pero las cuestionables mediciones oficiales no son, por desgracia, los únicos elementos de distorsión de la realidad puestos en práctica por el gobierno en turno. El pasado lunes, al inaugurar la Semana Nacional de la Pequeña y la Mediana Industria, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, criticó a los gobiernos federales de la década de los 80 que “empezaron a tomar deudas y deudas, sin rendir cuentas a nadie, hasta que un día esas deudas se hicieron impagables”. Tales aseveraciones han de ser contrastadas con el vertiginoso incremento de los débitos totales del sector público federal, que en el más reciente año crecieron a razón de mil 667 millones de pesos diarios, según cifras de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público; semejantes números permiten ponderar el peligroso crecimiento de un fenómeno que en otras épocas, en efecto, llevó al país a escenarios de pesadilla y que hoy, sin embargo, es soslayado en el discurso oficial.
Cuando las autoridades hacen frente a los problemas socioeconómicos de un país mediante cifras maquilladas o con la intervención de conceptos engañosos, las consecuencias suelen ser catastróficas. El gobierno federal debiera verse reflejado en el espejo de Grecia, cuyos gobiernos falsearon, durante años, datos sobre la deuda y el déficit públicos, y alimentaron, con ello, la gestación de una crisis económica que ha devenido tragedia social e inestabilidad política. A la larga, resulta mucho más conveniente –y ético– el ejercicio de una estricta transparencia en los datos oficiales, pues es a partir de ellos que el propio gobierno formula diagnósticos y diseña políticas públicas; la carencia de cifras consistentes con las realidades sociales equivale, en consecuencia, a pilotar un avión con los instrumentos alterados.
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