Antorcha Los obreros y la inequidad social
MTI/ Texcoco Mass Media/Aquiles Cordova Morán
Publicada: Marzo 17, 2010
Texcoco, México.- (Texcoco Mass Media).- Hace algunas semanas, todos comprobamos el menosprecio y la poquísima estima política, social y económica en que el capitalismo mexicano, subdesarrollado y parasitario en grado sumo, firmemente apoyado por el gobierno, tiene a la clase trabajadora del país: de un plumazo, manejando argumentos especiosos y acusaciones que se dan de bofetadas con las leyes de la propia economía “de mercado”, se dio al traste con la fuente de trabajo de casi 50 mil obreros mexicanos que laboraban en la empresa estatal Luz y Fuerza del Centro, dejando a todos ellos (y a sus familias, aunque la demagogia oficial diga otra cosa) en el desamparo. El terrible y peligroso desequilibrio nacido del muy desigual reparto de la riqueza (según economistas serios, el 10% de la población con más altos ingresos se lleva más del 30% de la renta nacional, mientras que, en el otro extremo, el número de pobres e indigentes supera con creces el 50% de la población total del país), crece y se ahonda día a día, en vez de tender hacia un acortamiento de la distancia entre la opulencia insultante de pocos y el hambre de las mayorías. Y aunque este deterioro sea menos espectacular que el atropello a los electricistas, no por eso deja de tener manifestaciones comprobables y comprobadas que, tarde o temprano, llegan al conocimiento de las masas populares.
Una de estas manifestaciones es la bufonesca actuación que, año con año, realiza la llamada Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (CNSM), en la cual, teóricamente, están representados los empresarios y los trabajadores, con el gobierno de la república como árbitro y buen componedor de los intereses encontrados de ambos “factores de la producción”. Eso en teoría. En la práctica, vemos cómo cada año se repite la burla: las mejoras salariales allí acordadas no rebasan jamás el 5%, pues, según los sesudos “economistas” de gobierno y empresas, no deben ser nunca superiores a la inflación “estimada” para el año de que se trate, pues no lo “resistirían” las empresas y se provocaría más inflación en perjuicio del trabajador (¿¡). Según la expresión plástica de algunos medios, esos “aumentos” no alcanzan, siquiera, para un boleto de metro.
En medio de este alarmante clima de pobreza, llamó mi atención una nota aparecida en los medios el 15 de marzo de los corrientes según la cual, el sindicato de sobrecargos de alguna empresa dedicada al aerotransporte aceptó dejar sin efecto su emplazamiento a huelga por incremento salarial, hecho días antes en los términos de ley, a cambio de un incremento del ¡1% al salario de sus representados! ¡Sí, leyó usted bien, posible y desocupado lector: el combativo sindicato de sobrecargos suspendió su proyectada huelga, a cambio de un jugoso 1% de incremento salarial! Estoy consciente, por supuesto, de que las y los sobrecargos no ganan el salario mínimo; pero aun así, me parece lógico preguntar si su situación laboral es tan boyante como para conformarse con un incremento salarial prácticamente igual a cero. ¿No necesitan mejorar sus percepciones? ¿Para qué, entonces, emplazaron a huelga?
Volvamos al “argumento” de los economistas de la Comisión de los Salarios Mínimos. Un “incremento” salarial igual a la inflación esperada, en el caso de que la expectativa se cumpla, no es un incremento; es sólo resarcir al trabajador la pérdida de poder adquisitivo causada por dicha inflación; o sea, si la aritmética elemental no miente, significa, en el mejor de los casos, dejar el salario, en términos reales, igual a como se encontraba antes del incremento y la respectiva inflación. Pero, en el caso de que ésta (la inflación) resulte superior a la esperada, cosa que ocurre con harta frecuencia, o cuando el incremento al salario sea inferior a la inflación, como en el caso de las y los sobrecargos, el “incremento” significa, simple y llanamente, un retroceso en el poder adquisitivo del trabajador, un sucio engaño que sólo contribuye a incrementar el desbalance entre ricos y pobres.
La justicia social, el reparto equitativo de la renta nacional, no es un problema de simples “denuncias mediáticas”, quejas y lamentos de los afectados. Como todo cambio verdadero, como todo reacomodo social profundo, es un asunto de correlación de fuerzas, de lucha social inteligente, flexible y legal, sí, pero, al mismo tiempo, tenaz, enérgica y decidida a correr riesgos. Los obreros y los hombres del campo son los principales damnificados de tan injusta y miope distribución de la riqueza nacional; pero nadie debe tratarlos (y ellos tampoco deben admitir ser tratados así) como discapacitados sociales, como menores de edad necesitados de protección y de compasión por parte de los políticamente adultos. Los obreros saben, deben saber, que su bienestar y el de sus familias sólo puede ser el fruto de su lucha firme y decidida por conseguirlos; que, además, en toda lucha, sea del tipo que sea, no gana siempre el ejército más numeroso o el más rico, sino el mejor organizado y moralmente mejor pertrechado por la justeza, legitimidad y superioridad de su causa.
Los obreros son la clase mejor organizada (o la que puede organizarse más rápidamente si se lo propone) del país; son, también, numéricamente, más poderosos que sus enemigos; y la legitimidad de sus reclamos no admite duda. Además, al decidirse a luchar por un país más justo para todos, tampoco hay duda de que contaría de inmediato con el respaldo de los campesinos y con la simpatía popular masiva. ¿Qué falta entonces? Verdadera unidad nacional y sacudirse a los charros, a los falsos líderes, a esas rémoras, a esos parásitos incapaces, medrosos y venales, que son los que los han vendido, desde siempre, atados de pies y manos, a los intereses del capital. ¿Podrán o querrán hacerlo?
Fuente
Publicada: Marzo 17, 2010
Texcoco, México.- (Texcoco Mass Media).- Hace algunas semanas, todos comprobamos el menosprecio y la poquísima estima política, social y económica en que el capitalismo mexicano, subdesarrollado y parasitario en grado sumo, firmemente apoyado por el gobierno, tiene a la clase trabajadora del país: de un plumazo, manejando argumentos especiosos y acusaciones que se dan de bofetadas con las leyes de la propia economía “de mercado”, se dio al traste con la fuente de trabajo de casi 50 mil obreros mexicanos que laboraban en la empresa estatal Luz y Fuerza del Centro, dejando a todos ellos (y a sus familias, aunque la demagogia oficial diga otra cosa) en el desamparo. El terrible y peligroso desequilibrio nacido del muy desigual reparto de la riqueza (según economistas serios, el 10% de la población con más altos ingresos se lleva más del 30% de la renta nacional, mientras que, en el otro extremo, el número de pobres e indigentes supera con creces el 50% de la población total del país), crece y se ahonda día a día, en vez de tender hacia un acortamiento de la distancia entre la opulencia insultante de pocos y el hambre de las mayorías. Y aunque este deterioro sea menos espectacular que el atropello a los electricistas, no por eso deja de tener manifestaciones comprobables y comprobadas que, tarde o temprano, llegan al conocimiento de las masas populares.
Una de estas manifestaciones es la bufonesca actuación que, año con año, realiza la llamada Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (CNSM), en la cual, teóricamente, están representados los empresarios y los trabajadores, con el gobierno de la república como árbitro y buen componedor de los intereses encontrados de ambos “factores de la producción”. Eso en teoría. En la práctica, vemos cómo cada año se repite la burla: las mejoras salariales allí acordadas no rebasan jamás el 5%, pues, según los sesudos “economistas” de gobierno y empresas, no deben ser nunca superiores a la inflación “estimada” para el año de que se trate, pues no lo “resistirían” las empresas y se provocaría más inflación en perjuicio del trabajador (¿¡). Según la expresión plástica de algunos medios, esos “aumentos” no alcanzan, siquiera, para un boleto de metro.
En medio de este alarmante clima de pobreza, llamó mi atención una nota aparecida en los medios el 15 de marzo de los corrientes según la cual, el sindicato de sobrecargos de alguna empresa dedicada al aerotransporte aceptó dejar sin efecto su emplazamiento a huelga por incremento salarial, hecho días antes en los términos de ley, a cambio de un incremento del ¡1% al salario de sus representados! ¡Sí, leyó usted bien, posible y desocupado lector: el combativo sindicato de sobrecargos suspendió su proyectada huelga, a cambio de un jugoso 1% de incremento salarial! Estoy consciente, por supuesto, de que las y los sobrecargos no ganan el salario mínimo; pero aun así, me parece lógico preguntar si su situación laboral es tan boyante como para conformarse con un incremento salarial prácticamente igual a cero. ¿No necesitan mejorar sus percepciones? ¿Para qué, entonces, emplazaron a huelga?
Volvamos al “argumento” de los economistas de la Comisión de los Salarios Mínimos. Un “incremento” salarial igual a la inflación esperada, en el caso de que la expectativa se cumpla, no es un incremento; es sólo resarcir al trabajador la pérdida de poder adquisitivo causada por dicha inflación; o sea, si la aritmética elemental no miente, significa, en el mejor de los casos, dejar el salario, en términos reales, igual a como se encontraba antes del incremento y la respectiva inflación. Pero, en el caso de que ésta (la inflación) resulte superior a la esperada, cosa que ocurre con harta frecuencia, o cuando el incremento al salario sea inferior a la inflación, como en el caso de las y los sobrecargos, el “incremento” significa, simple y llanamente, un retroceso en el poder adquisitivo del trabajador, un sucio engaño que sólo contribuye a incrementar el desbalance entre ricos y pobres.
La justicia social, el reparto equitativo de la renta nacional, no es un problema de simples “denuncias mediáticas”, quejas y lamentos de los afectados. Como todo cambio verdadero, como todo reacomodo social profundo, es un asunto de correlación de fuerzas, de lucha social inteligente, flexible y legal, sí, pero, al mismo tiempo, tenaz, enérgica y decidida a correr riesgos. Los obreros y los hombres del campo son los principales damnificados de tan injusta y miope distribución de la riqueza nacional; pero nadie debe tratarlos (y ellos tampoco deben admitir ser tratados así) como discapacitados sociales, como menores de edad necesitados de protección y de compasión por parte de los políticamente adultos. Los obreros saben, deben saber, que su bienestar y el de sus familias sólo puede ser el fruto de su lucha firme y decidida por conseguirlos; que, además, en toda lucha, sea del tipo que sea, no gana siempre el ejército más numeroso o el más rico, sino el mejor organizado y moralmente mejor pertrechado por la justeza, legitimidad y superioridad de su causa.
Los obreros son la clase mejor organizada (o la que puede organizarse más rápidamente si se lo propone) del país; son, también, numéricamente, más poderosos que sus enemigos; y la legitimidad de sus reclamos no admite duda. Además, al decidirse a luchar por un país más justo para todos, tampoco hay duda de que contaría de inmediato con el respaldo de los campesinos y con la simpatía popular masiva. ¿Qué falta entonces? Verdadera unidad nacional y sacudirse a los charros, a los falsos líderes, a esas rémoras, a esos parásitos incapaces, medrosos y venales, que son los que los han vendido, desde siempre, atados de pies y manos, a los intereses del capital. ¿Podrán o querrán hacerlo?
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